En la elección que hoy tiene lugar en Rusia, participa como candidato Mijail Gorbachov, a quien las encuestas de opinión ni siquiera mencionan, pues estaría muy por debajo de los cinco primeros lugares. Un noticiero de televisión transmitió anoche diversas entrevistas desde Moscú y en una de ellas se condensan, en términos sarcásticos, los motivos de su ínfima popularidad: ``Gorbachov llevó a cabo, con sus reformas, lo que Hitler y el enorme poderío bélico de la Alemania nazi no pudieron lograr: destruir a la Unión Soviética''.
No es posible olvidar que aquella potencia, hoy relegada al papel de comparsa de los países del primer mundo, había sido el producto de una gran revolución y que, por tanto, haber cancelado el proceso histórico iniciado por Lenin y los bolcheviques, es un logro alcanzado por el iniciador de la perestroika en un tiempo brevísimo, si se le compara con los decenios que había dedicado a ese mismo propósito, aunque sin éxito, el imperio capitalista.
Hay paralelismos que saltan a la vista. Cuando ambos se encontraban en el cenit de su gloria, Carlos Salinas de Gortari se autocomplacía en parangonarse con Gorbachov, al extremo de que sus propagandistas acuñaron la denominación de salinastroika para aplicarla al conjunto de sus programas de gobierno. No les faltaba razón.
Gorbachov condujo a las naciones que formaban la Unión Soviética, a la mayor y más destructiva crisis económica de su historia. Salinas hizo otro tanto por los mexicanos. Las dos grandes revoluciones sociales de principios de este siglo yacen bajo las ruinas que dejaron, a su paso por el poder, Gorbachov y Salinas. Allá la pobreza ha empezado a ser padecida dramáticamente por generaciones que nacieron y crecieron en la estrechez, pero sin conocer de cerca el hambre ni el desamparo. Aquí, donde la pobreza fue nuestra herencia ancestral, en un solo sexenio se ha duplicado el número de los que la sufren y las carencias agobian ya aceleradamente a las clases medias que emergieron como uno de los frutos innegables del constitucionalismo social posrevolucionario.
Ni uno ni el otro parecen tener cabal conciencia del daño que hicieron a sus gobernados y, en su enfermiza añoranza del poder, aspiran a un retorno imposible. La diferencia, sin embargo, es que Gorbachov ha tenido, por lo menos, la audacia de presentarse abiertamente ante el pueblo ruso para demandar que, a través de su voto, se le exonere de su (indeleble) culpabilidad. Salinas, en cambio, permanece oculto en la impunidad del prófugo que se disfraza de exiliado político y trama desde las sombras falacias e intrigas, mientras sus cómplices usan y abusan del poder económico que les transfirió, y sus agentes políticos siembran rumores y apuestan a la desestabilización del país.
El contraste se reduce a la ética del comportamiento, porque los paralelismos persisten en la incapacidad para percibir el rechazo de la voluntad general de sus respectivos pueblos. Allá los números reflejarán el repudio aplastante y la perenne derrota. Aquí solamente los ciegos de mente y espíritu no alcanzan a evaluar la magnitud de la reacción popular que provocaría una tentativa real de restauración salinista.
La ley de las acciones y reacciones históricas se cumple indefectiblemente. Las banderas que Gorbachov desgarró vuelven a ondear en las plazas públicas y el respaldo electoral a sus reivindicadores crece en proporciones que ya inquietan a los gigantes de Occidente.
En México, los caminos que Salinas quiso cerrar para siempre son los únicos que el pueblo mira con esperanza. El constitucionalismo social y el nacionalismo revolucionario vuelven a asomar en el horizonte. Todavía lejos pero ahí están. Mientras más persistente sea el intento de negarlos como alternativa, mayor será su fuerza convocante.
Y mientras más insistente sea el afán de Salinas y sus beneficiarios por dividir a los mexicanos, mayor y más firme será su cohesión y más fuerte sonará la condena nacional que ya se ha dictado en el tribunal inapelable de la Historia.