Ha causado expectación el nombramiento de un militar en retiro para hacerse cargo de la Secretaría de Seguridad Pública del DF. No es, por supuesto, la primera vez: Carmen Aristégui mencionaba hace unos dias a varios militares que asumieron antes una responsabilidad paralela. Me vienen a la memoria los generales Topete (?) y Mota pero quiero recordar que han sido más por lo que el nombramiento del general Enrique Salgado Cordero no debe sorprender a nadie.
Ha llamado la atención, sin embargo, que ya se ha rodeado de antiguos mandos militares en retiro y de militares que, supongo, habrán pedido licencia para asumir un cargo civil. No falta quien piense, y yo podría incluirme en el grupo, que el Ejército está tomando posiciones interesantes.
Yo, aunque les parezca extraño, me alegro de estas medidas.
No es algo que deba sorprender a nadie. Tiene una vieja, viejísima explicación.
Llegué a México en 1940. En 1942, si no recuerdo mal, México entró a la guerra. El hundimiento del Potrero del Llano, un petrolero de Pemex, supuestamente por algún submarino nazi, determinó al presidente Manuel Avila Camacho para solicitar del Congreso de la Unión, con fundamento en la frac. XII del Art. 73 constitucional, que declarase la guerra a los países del Eje. Una de las primeras medidas fue establecer el Servicio Militar Obligatorio al que se accedería por sorteo entre los jóvenes de 18 años. La primera generación de conscriptos fue la nacida en 1924. Yo pertenezco a la segunda, de 1925.
Evidentemente que no me tocaba hacer el servicio militar en México dada mi nacionalidad española que conservé por muchísimos años (hasta el 23 de febrero de 1988, pero ésa es otra historia). Pero los tiempos hacían ver las cosas de otra manera. Había vivido dos guerras: la de España y el principio de la europea, con una salida trágica de París, en junio de 1940 uno o dos días antes de su ocupación. La juventud estaba totalmente politizada y a mí me pareció un deber presentarme al servicio.
Cumplí los requisitos de registro (848018); examen médico y un día curioso de diciembre se celebró el sorteo en el Cine Encanto, allá por Serapio Rendón y tanto yo como Carlos Laborde, a quien conocí en la cola de la Séptima Delegación donde nos registramos, con examen médico conjunto, fuimos ``agraciados'' con bola blanca. Lo curioso es que los dos teníamos deseos de que así ocurriera. A pesar de ser, ambos, universitarios, con primer año de derecho terminado (más o menos) por lo que a mí hacía y Carlos de medicina, de lo que se arrepintió a tiempo y se decidió después, con excelentes resultados, por ser también abogado y, además, laboralista excelente.
En el cuartel donde vivimos del 6 de enero al 15 de diciembre de 1944 aprendimos muchas cosas. Y porque viene a cuento, una muy importante: la disciplina militar, sin concesiones, rígida, exigente, a veces dolorosa pero siempre enseñadora. Y de esa disciplina, sobre todo, el estricto cumplimiento del deber de obediencia. Acompañado de un espíritu de cuerpo (pertenecíamos al muy importante Batallón de Transmisiones, ubicado en el antiguo Casino Foreign Club, allá por Cuatro Caminos) que nos enorgullecía y lo acompañábamos de fibra y reciedumbre, muchas veces compartida entre los ejercicios militares intensos y los más cómodos, por voluntarios, del deporte.
Y entre otras cosas aprendí también que en la misma medida en que nadie respetaba a la policía, con el Ejército no había dudas.
Era época de guerra y no faltaron incidentes que podrían haber sido el origen de algo grave. La disciplina en el cuartel era mucho más rígida que en tiempos de paz. Y las consignas, por ejemplo, al hacer la guardia como centinela o como cabo de turno, eran muy claras: al menor problema que pudiera constituir una agresión, tirar a matar. Nada de tiritos a las piernas, nos decían los oficiales, que después vendrían por ustedes en plan de venganza.
Y los conscriptos, chicos de clase muy humilde muchos de ellos (los maravillosos oaxaqueños, campesinos chaparros, fuertes y leales) o de la Segunda Delegación, la gente brava de Tepito; o simples clasemedieros, hijos de familia o muchachos de niveles económicos altos y muy altos, asumíamos nuestra nueva responsabilidad y todos estuvimos dispuestos a obedecer ciegamente.
Con el Ejército no se juega.
Sin embargo, no es el Ejército el que va a asumir la responsabilidad de garantizar la seguridad en este difícilisimo hoy, DF. Son mandos militares convertidos al servicio civil. No es lo mismo porque no se trata de reproducir la hipótesis del Art. 129 constitucional que limita las funciones de la autoridad militar, en tiempos de paz, a las que tengan conexión con la disciplina militar. Se trata, simplemente, de poner en práctica, entre la policía, tan desafortunadamente corrupta y delictiva, las reglas estrictas que el Ejército sabe imponer.
Ganaremos todos. Con, por supuesto, ciertos riesgos políticos que a nadie pasan desapercibidos. Lo que me recuerda algo que me decía Don Carlos A. Madrazo, tan gratamente evocado aquí mismo la semana pasada por José Agustín Ortiz Pinchetti, en ocasión de los acontecimientos del 68: ``Cuando se recurre al gorila para resolver los problemas, el gorila acaba por sentirse dueño del mundo y agrede a su dueño''. Algo que en otra medida pasó cuando Díaz Ordaz utilizó a los estudiantes para eliminar al rector Chávez y en el 68 estuvo a punto de ser eliminado por sus antiguos aliados. Y que no ocurrió después del 2 de octubre con el Ejército porque el general Marcelino García Barragán supo hacer honor a su deber de soldado.
Yo, de verdad, empiezo a sentirme más tranquilo.
Ojalá que no me equivoque!