El presidente Ernesto Zedillo afirmó el pasado miércoles durante su visita a Canadá que la crisis económica de diciembre de 1994 costó al país 70 mil millones de dólares sobre una base anualizada. Esto es, entre el 20 y el 25 por ciento del PIB nacional. Asumió la responsabilidad de todas las decisiones tomadas desde el 1 de diciembre de 1994 pero omitió cualquier referencia acerca de las causas y de los responsables de la crisis; sobre todo al fenómeno que es causa eficiente de todas las demás: el alejamiento total entre la política mexicana y la ética.
La ética es la asignatura pendiente de la actitud política y de los hombres públicos de nuestro país. Todos soportamos y lamentamos las innumerables crisis, derrotas, desastres, crímenes y abusos que ha padecido la nación y que parecen no tener fin. Pero nos es difícil aceptar su origen, lo atribuimos a errores de los gobernantes, a las coyunturas internacionales o a la fuerza del destino. No aceptamos que la evidente decadencia de la vida mexicana se debe a la contradicción sistemática entre las conductas que forman la trama de la vida pública y los principios que proclamamos sustentar. Se debe a una cultura en la que se antepone el más crudo interés personal y de grupo sobre todos los demás intereses por altos y comunes que estos sean. La exaltación del narcisismo político, de la vocación fáustica por el poder y el dinero a costa de lo que sea, del partido al que se pertenezca, de la certeza y seguridad jurídica que se violan cuantas veces se necesita para alcanzar los fines propios en desdoro del interés de la nación, del bienestar económico de los mexicanos y de todo aquello que nos hace sobrevivir en un destino colectivo. El paradigma de esa visión amoral y rapaz de la política fue el salinismo, que no contaminó sólo a los políticos sino a gran parte de las élites.
La división entre lo que se proclama formalmente y lo que se hace en la realidad es causa principal de los males de la nación en esta hora. Y es también el origen del más grave de todos los daños: la profunda desconfianza del pueblo en los gobernantes, en la política y en los políticos.Pablo González Casanova afirma que la ley en México tiene una función simbólica y ritual. En teoría, todo el aparato de la democracia está ya vigente: el sufragio, las elecciones, la división de poderes, la soberanía de los estados, etcétera. Pero una realidad feroz de decisiones y de comportamientos niega y destruye la vigencia de esos modelos. Por ello ahora se habla de la necesidad de una reforma profunda, definitiva, decisiva. De una gran reforma política, incluso de una gran reforma del Estado. Todas estas expresiones son un reconocimiento autocrítico de la gran esquizofrenia en la que vive el país por la división entre sus apariencias institucionales y su política real. Y también por la tardía pero indispensable aceptación de que la nación no prosperará ni se modernizará sin la modernización del poder.
La modernización del poder consistiría simplemente, según una luminosa frase de un gran político mexicano en hacer coincidir las fachadas institucionales con las realidades políticas. Por lo tanto, el eje mismo de toda la reforma es de carácter ético. Un ajuste entre las conductas y los principios. Esto no es simplemente un homenaje moralista a ciertos preceptos vagos y descarnados. Es el fruto de la amarga experiencia de las últimas dos décadas: que si no se vive en armonía con aquellos principios que organizan la vida colectiva y si se les viola en forma sistemática se produce una pérdida progresiva de la libertad de elegir, un empobrecimiento en las condiciones de vida del pueblo, un aumento de la impunidad y el cinismo de quienes gobiernan En fin, el envenenamiento colectivo que conduce a la pérdida de dignidad y de certeza. Por lo tanto la construcción de un régimen basado en la ética no es simplemente una apetencia moralista, es una necesidad pragmática que en México se ha convertido en apremiante.
Creo que con esta óptica tendrán que verse todas las futuras decisiones de los partidos y del gobierno en la construcción de la reforma política. No veo síntomas de que una visión semejante esté guiando a los que negocian los cambios a la constitución y a la ley en materia electoral. No veo generosidad ni empuje ni creatividad. Hoy se cumplen 18 meses de que la reforma fue anunciada en Los Pinos y los grandes actores ni siquiera se han puesto de acuerdo en el esquema fundamental.