La Jornada 16 de junio de 1996

MAR DE HISTORIAS Cristina Pacheco
La amada inmóvil

Todos los argumentos que inventé para consolarme de la ausencia de Amada se desmoronaron al verla inmóvil, silenciosa, endurecida. Fue tan desagradable la impresión que maldije el encuentro, aun cuando lo había procurado durante meses enteros. Mi horror y mi pena se convirtieron en rabia cuando llegué a la conclusión de que, mucho antes de que me agotara en la infernal búsqueda, Amada ya vivía alegrando a otro con su presencia; ``Idiota: te desgañitaste y te empobreciste inútilmente'', me dije.

En aquel momento no me pareció mezquina la reflexión acerca del dinero que invertí en los anuncios y las copias de las fotos que le tomé durante todo el tiempo que vivimos juntos. Las pegué en fachadas y comercios. Y ya que estoy hablando en metálico, de una vez menciono que no me salió precisamente barata la amplificación que le mostraba a cuanta persona quería oírme. ``De casualidad ¿la ha visto?'' Las respuestas fueron de lo más variadas: desde compasivas hasta incrédulas y burlonas.

Soportar las risitas de los que me veían llorando --lo confieso: muchas veces lloré por Amada--, era menos terrible que el regreso a mi casa desierta. Me dan ganas de estrellarme la cabeza contra la pared cuando pienso que mientras yo estaba inapetente, sentado ante la mesa y con la vista fija en su plato, ella se desvivía por conquistar a otro con sus gracias y sus buenas maneras.

Está por demás decirle que yo eduqué a Amada. Cuando la encontré era un desastre, una auténtica piltrafa con los pelos todos revueltos y amazacotados por el descuido y la mugre. Invertí mucho tiempo, paciencia y dinero en cambiar el aspecto y los hábitos de Amada. Le aseguro que no fue sencillo quitarle el vicio de comer porquerías y luego acostumbrarla a los alimentos balanceados. Al fin me ocupé en instruirla. Le enseñé a tener buenos modales y a no salir sola. En ese sentido fui muy exigente, quizá porque adivinaba que aprovecharía el mínimo descuido para volver al ambiente de donde la saqué: la calle.

II

Ver a Amada perdida entre el montón de mujeres desnudas me mortificó menos que oír a Antonino --es el nombre del otro-- haciendo referencia a las cualidades de Amada que lo deslumbraron desde el primer momento: ``Su figura, su inteligencia, pero sobre todo su docilidad''.

Tuve que esforzarme mucho para no externar mis tristes pensamientos: ``Ella conmigo fue arisca, evasiva aunque le di todo para hacerla feliz; en cambio, con este hombre, que prácticamente no le dio nada, fue siempre encantadora''. Confesar me pareció humillante y opté por fingir que reconocía las virtudes que Antonino iba mencionando.

Hoy considero tan inútil como cruel la precisión con que Antonino me habló de su flechazo con Amada. Para comprenderlo hubiera sido suficiente lo que me dijo al final de nuestra plática: ``Conste que yo no la sonsaqué. Ella solita llegó aquí. Luego luego me di cuenta de que estaba perdida, sentí lástima y por eso la ayudé. Pudo haberse ido pero no lo hizo y pensé: si nos caemos bien y los dos estamos solos, que se quede. La verdá, un hombre necesita compañía''.

El imbécil me lo estaba diciendo a mí, a mí que por la ausencia de Amada estuve a punto de volverme loco. Para evitarlo emprendí una búsqueda que duró varias semanas. Fue un error. Quizá debí hacerle caso a mi hermano Fidel. Cuando le hablé para decirle que Amada había desaparecido, que me ayudara a buscarla, me dijo: ``Es de la calle: ¿qué esperabas? Ahora, si quieres un consejo, profesor, te lo doy: búscate otra y asunto terminado''. Un hombre que tiene hijos y mujer puede hablar así; no gentes como usted y como yo. En eso tiene razón Antonino: uno necesita compañía. Amada me la dio.

Vivimos juntos ocho años. Era parte de mi vida y por eso decidí buscarla. Además mi instinto me decía: ``Está viva, está en alguna parte''. Al fin me cansé de ir tras sus huellas. Ya estaba resignado a la pérdida y a sustituir a Amada con sus retratos cuando la encontré en el taller del Gallero.

III

Llegué por accidente. Un domingo, al regresar de la casa de mi hermano, se me descompuso el coche enfrente de una fonda. Me dirigí a un muchacho que estaba lavando la banqueta: ``¿Podré dejar mi vocho aquí? Vengo mañana por él.'' El joven se rascó la cabeza: ``Usté podrá venir, pero quién sabe si encuentre su carcachita. ¿Por qué no va al taller del Gallero? Está a dos cuadras. Nunca cierra y es bueno''.

Entendí el sobrenombre del mecánico porque a la entrada de su negocio --un jacalón en medio de un terraplén lleno de chatarra-- vi tres gallos. Antonino estaba empinado sobre el motor de un coche. Oyó mis pasos en la grava y apenas se volvió a mirarme: ``¿Qué se le ofrece?'' Le respondí que mi coche estaba muerto. ``Ah, pos entiérrelo'', me contestó. Como no celebré su chiste se puso serio y adoptó un tono profesional: ``¿No será la batería?'' Le dije que estaba nuevecita. Sólo entonces se enderezó y al fin pareció interesarse en mi situación: ``Si no lo dejó muy lejos, puedo ir a echarle un vistazo''.

La fuerza con que cerró el cofre del automóvil que estaba componiendo alborotó a los gallos. ``Bonitos animales'', dije. Eso pareció agradarle a Antonino porque me sonrió: ``A ver si logro que jale. `Ora que si no puedo, pos lo empujamos hasta acá. Voy por mi herramienta. Pásele''. Se encaminó hacia el galerón que era también su vivienda. Apenas encendió la luz, el radio --del que salía una música muy distorsionada-- dejó de tocar. Le dio un golpe: ``Aunque sea para animarnos tantito''. Revolvió las herramientas de una caja metálica. Luego gritó: ``Puta madre, estos cabrones ya volvieron a robarme el perico... Pero a lo mejor está por aquí. Préndame aquella luz, si me hace favor.''

Obedecí. Enseguida miré un sofá destartalado y encima de un catre varias imágenes de mujeres desnudas que sonreían en posiciones provocativas, indiferentes a la belleza mustia y rígida de Amada. La reconocí enseguida, pero me costó mucho trabajo articular su nombre. Al oírme, Antonino me corrigió: ``Esa es La Costra. Le puse así porque cuando llegó venía toda jodida''.

No me atreví a moverme, sólo grité: ``No, no, ¡es Amada! Vivió conmigo ocho años. Estuve buscándola meses. ¿Cómo llegó aquí? ¿Qué le pasó?'' Antonino me explicó que una noche el alboroto de sus gallos le advirtió de una presencia extraña. Señaló a Amada: ``Era aquélla. Estaba toda puerca, pero luego noté que era de buena familia. Me dio lástima y le ofrecí las sobras de la comida. Híjole, las devoró. Eso comía siempre porque ya no se fue, con todo y que la puerta está de par en par''.

Me esforcé por decir algo pero no conseguí más que reiterar: ``Vivió conmigo ocho años''. Antonino interpretó mi insistencia como mi derecho a enterarme de cómo había sido su vida junto a mi compañera: ``Era bien obediente, bien cariñosa y eso que, la verdá, nunca la cuidé mucho''. Quise saber de qué había muerto Amada: ``Sepa... Creo que ya estaba enferma desde antes porque nomás se puso tiesa... Yo iba a tirarla a la basura, pero un primo mío, que trabaja para la gente del toro, se ofreció a embalsamarla. Luego me la regaló y como no supe dónde ponerla fui y la colgué junto con mis otras viejas''.

Puse muy mala cara. No sé cómo habrá interpretado Antonino mi gesto porque dijo con gran amabilidad: ``Si quiere, llévesela, pa'que no la extrañe tanto''. Acepté la propuesta. Tal vez hice mal, pero la verdad es que un hombre necesita compañía.