La Jornada Semanal, 16 de junio de 1996
A Carlos Fuentes
Confieso que al principio yo mismo pensé que todo había sido una fantasía urdida en esos momentos en que la vigilia se confunde con el sueño. Que yo sepa, sólo mi hermano mayor heredó de la familia de mi madre esa mágica facultad de recordar los sueños con maravilloso asombro de detalles (porque, ¿para qué sirven los sueños si no podemos revivirlos?). En ocasiones, mi madre y mi hermano se hundían en un diálogo de sueños que me causaba una doble sensación de pérdida. Primero, porque solían hablar de un pasado previo a nuestra estancia en México, pleno de nombres y rostros que yo no podía compartir. Pero además, porque me acongojaba asistir al relato detallado de un sueño, cuando yo apenas podía entrever, difuminados por las falacias de la memoria, aspectos generales de los míos; y eso sólo cuando acababa de despertar, porque si pasaba más tiempo todo se borraba de mi mente como si nunca hubiera existido.
Algunas veces, en ciertas madrugadas inquietas, he despertado con sobresalto por lo adivinado del otro lado de la conciencia; sabedor de mi incapacidad para recordar luego los sueños, he llegado a consignar en el papel el argumento general de éstos, con la esperanza de que el día, con su engañosa vigilia, complete el relato que incluso me permita escribir un cuento. Pero ¡ay!, la memoria y la literatura están en otra parte, porque cuando intento definir el argumento, cuando me esfuerzo por recordar qué fue lo que causó mi sobresalto, me encuentro siempre, por más esfuerzos que hago, con que todas las imágenes han desaparecido.
Pero en esta ocasión las cosas eran distintas para mí, pues precisamente porque el paso del tiempo reforzaba el recuerdo, lo hacía más nítido añadiendo detalles --un sonido, un sentencioso silencio, un ademán inesperado--, me convencí poco a poco de que no se trataba de una quimera.
Era uno de esos atardeceres de verano en que el sol se acuesta con parsimonia y produce la sensación de que no pasa nada, de que el tiempo se ha detenido. Por fortuna, esa tarde no tenía yo la necesidad de refugiarme en una rutina; suelen ser ésos los momentos en que me gusta divagar por los parques, sentarme en una solitaria banca y gastar las horas en reflexionar sobre lo que he sido o lo que ya nunca podré ser; aunque al día siguiente, ante la inocente pregunta de un colega, responda, sintiendo una secreta vergüenza, que la tarde anterior he ido a una librería a buscar novedades.
El parque de mi ensoñación se encuentra muy cerca de una de las principales avenidas de la ciudad de México, y siempre me ha agradado la facilidad con que uno puede perderse en él y evadirse de lo contingente. Sin sentirlo, había yo caminado hacia el centro del parque, observando a los pocos niños que abandonaban sus juegos y se disponían ya a retirarse ante la inminencia de la noche. Al sentirme solo, decidí descansar en una banca y dejar que mi mente vagara por donde le diera la gana, a riesgo de derivar hacia memorias que podrían ser dolorosas para mí.
Ignoro cuánto tiempo transcurrió. El silencio era absoluto y la noche casi total. De pronto, noté que en el otro extremo de la banca donde yo me había sentado, vacía un poco antes, se encontraba ahora un anciano que reposaba plácidamente la cabeza sobre un bastón que, en la incertidumbre de la parcial oscuridad, a mí me pareció muy brillante; su atuendo era pulcro pero nada ostentoso y su mirada parecía dirigirse al frente y a ninguna parte. Después de esta percepción rápida pero certera, dejé de prestar atención al anciano y me concentré en mis pensamientos.
¿Por qué oscuros e inciertos senderos se encaminan nuestros recuerdos a revivir los sentimientos que más han calado en nuestra alma? No lo sé. Sólo sé que me encontraba yo pensando, con una perpleja nostalgia por los perdidos años de la adolescencia, en aquel momento feliz aunque fugaz en que descubrimos, con infinita sorpresa, que amamos a una mujer de la que nos hemos enamorado imperceptiblemente y quizá contra nuestra voluntad. Alentado por estas reminiscencias, intenté recordar los versos de un poema de Lugones que transmite esta sensación; pero mi limitado comercio con la poesía ayudaba muy poco a mi mente. Fue entonces cuando a mi lado escuché, recitados con una voz grave, lenta y un tanto sentenciosa, los endecasílabos que con vano afán intentaba recordar:
cuando iba mi habitual adiós a darte
fue una vaga congoja de dejarte
la que me hizo saber que te quería.
Entre el final de los versos que había oído y el tropel de ideas que se agolparon en mi mente habían transcurrido tan sólo unos segundos. Balbuceante, sólo acerté a dar con una respuesta ingenua y poco agradecida:
--¿Usted también recuerda los versos de Lugones? --pregunté absurdamente, pues acababa de escuchar la respuesta.
--En un tiempo ya lejano --me contestó-- no supe apreciar las reposadas virtudes de la poesía de Lugones. Años después intenté rectificar este error juvenil, y dediqué un libro a la memoria del autor de Lunario sentimental; pero sospecho que ya era demasiado tarde, pues Lugones había muerto en el '38.
Esta última afirmación me causó un nuevo y profundo sobresalto, pues confirmó mis inquietudes sobre la identidad de mi interlocutor. La mera duda de que un encuentro tan insólito pudiera ser posible me hizo sentirme vacío, inexistente. Entonces decidí arriesgarlo todo de una vez, y lancé una especie de acusación con la que, secretamente, deseaba restituir los hechos a su orden natural, a ese mundo lógico y directo en el que me gusta aferrarme; con no solapada agresividad, le dije de manera tajante:
--Borges, usted murió en Ginebra, el 14 de junio de 1986.
--Así parece --me contestó con serena seguridad--, pero descrea usted de lo que dicen los diarios; yo nunca fui afecto a ellos.
Los dos nos quedamos callados. Transcurrió entonces un tiempo que no se puede medir por minutos, durante el cual yo empecé a calmarme y a sentir que entraba en un mundo extraño, ajeno y distinto aunque reconfortante. Luego, él continuó nuestra conversación con algo que yo acusé como un reproche:
--Entiendo que ahora, en su libro, usted se ha propuesto revivir parte de mis andanzas literarias juveniles.
No respondí de inmediato, pues necesitaba encontrar una respuesta que me sirviera de defensa. Después de reflexionar con parsimonia, le dije:
--Supongo que si cada día nos esforzamos por recordar los rostros y las imágenes que han compartido nuestra vida, podremos tener oportunidad de evitar esa otra forma de la traición, la más terrible, por oculta e imperceptible: el olvido.
--Pero ése era el destino que yo había dado a mis primeros libros --se defendió.
A lo que yo contesté con aplomo:
--Tampoco el emperador chino Shih Huang Ti, insospechado constructor de la gran muralla, logró abolir el pasado mediante la destrucción de todos los libros. Quizá secretamente usted deseaba que yo exhumara sus primeras obras. Si no fuera así, ¿por qué no borró todas las huellas?
--¿A qué mortal le ha sido concedida la gracia de volver los pasos y borrar todas sus huellas? --me preguntó con un tono apesadumbrado. Y luego aceptó resignadamente--: Pero tal vez tenga usted razón y yo haya dejado casi invisibles huellas para que usted, ahora, pudiera leerlas.
--Como Kilpatrick en ``Tema del traidor y del héroe'' --expresé con una sonrisa cómplice que compartimos en el acto.
Aunque luego añadí con cinismo:
--Pero quizá yo no le guardé una fidelidad absoluta, Borges, pues a diferencia de Ryan, quien decidió silenciar su descubrimiento y publicar un libro dedicado a la gloria del héroe, yo sí intenté divulgar sus secretos.
Ahora fue él quien replicó con tono irónico:
--Usted y yo sabemos muy bien que la mentirosa piedad se cruzó en su camino, pues finalmente eligió no develar todos mis secretos.
A partir de este momento de mutua confianza, nos sumergimos en un diálogo sobre temas múltiples e inconexos que me es imposible describir aquí porque no puede ser ésta la relación pormenorizada de mis sensaciones y, además, lo reconozco, porque prefiero atesorar para mí solo algunas de las ideas que me comunicó. Entre otras cosas, Borges, tan preocupado siempre por los orígenes, se interesó por la procedencia de mi familia y apellido, sólo para comprobar, con incomprensible desencanto, mi supina ignorancia sobre esos puntos. También hablamos acerca del idioma español; en particular sobre las inflexiones propias de la lengua mexicana, por ejemplo el verbo ``ningunear'', cuyo significado siempre le había causado un recóndito placer.
Llego ahora a un punto de mi relato cuya mención provoca en mí una natural reticencia. Pese al tono sosegado con el que platicábamos, durante toda nuestra conversación estuvo latente mi deseo de aprovechar esa inusual circunstancia para arriesgar la pregunta última, para indagar qué había más allá de la muerte. Pero cada vez que, muy dentro, sentía que iba a surgir la fuerza necesaria para hacerlo, en el último momento me detenía un temor desconocido y absolutamente paralizante. Me consolaba entonces de mi cobardía pensando en el sacrilegio que implicaba inquirir sobre algo cuyo desconocimiento sería preferible preservar hasta el momento último de lo irremediable. También reflexionaba que tocar el tema, aunque sólo fuera en forma tangencial, sería como intentar pronunciar el más profundo y únicamente verdadero nombre de Dios, no revelado ni aun a los mensajeros y traductores divinos.
Inseguro, temeroso, opté por dejar que nuestra conversación discurriera por derroteros más maniobrables y apacibles para mí, hasta el momento en que, al volver al ámbito de la literatura, donde yo me sentía menos inerme, Borges me interrogó de manera inclemente:
--Y usted, ¿escribe poesía?
Lo inesperado de la pregunta provocó que yo no pudiera dejar de recordar mis fallidas experiencias poéticas de la adolescencia. Siempre me ha sido difícil ocultar mis reacciones, por lo que al rememorar mis humildes versos al lado de un gran poeta, me sonrojé de inmediato. Intenté que mi rostro volviera a su estado normal lo más pronto posible, aunque me avergoncé de nuevo al pensar que, por pudor, deseaba cubrir la delación de mi rostro frente a alguien que no podría descubrirla aunque fuera de día.
Suele sucederme que, después de un momento en que me he sentido desamparado e inseguro, de pronto me atrevo a realizar actos muy ajenos a mi estado normal. Esta vez arriesgué una íntima confesión:
--En 1985 compuse un poema en primera persona en que me dirijo a usted, Borges, como símbolo de todos los poetas --respuesta con la que evadía su pregunta, pues decir que se ha escrito un poema no es afirmar que se escribe poesía.
Entonces percibí en su rostro una expresión de espera y tácito asentimiento que me impulsó a recitar mi poema. En los primeros versos, la incertidumbre de mi voz me hizo temer que la memoria no me fuera del todo fiel; pero conforme avancé en la dicción, me fue invadiendo una tranquila seguridad que alcanzó su cima en la última estrofa, cuando pude decir con tono pausado y firme:
inmutable se yergue la Parca.
Y cuando te hayas ido,
el tiempo empezará a labrarte
el silencio y el olvido.
Pero él sólo dijo, usando una de esas dobles construcciones negativas tan suyas: ``No está nada mal... para un principiante.'' Luego repitió, paladeando cada palabra:
el tiempo empezará a labrarte
el silencio y el olvido.
--De silencio y olvido también está hecha la literatura.
Y añadí de inmediato:
--Pero antes de que el riguroso olvido lo invada todo, me gustaría saber, Borges, cuál fue el don que le dio su largo tráfico con las letras; me pregunto si valió la pena el dilatado esfuerzo.
Se quedó mudo y pensativo, pero después de un momento, giró lentamente hacia mí su rostro al tiempo que se levantaba, y antes de alejarse entre la oscuridad con paso vacilante, cansado y triste, me dijo la que por ahora fue nuestra despedida y cuyo sentido último me ha hecho cavilar durante inacabables e insomnes noches:
--Sólo la literatura nos salva de la muerte; aunque sea por un instante, nos da la eternidad.