Pero, aunque no es posible hacer análisis, sí es posible formular ciertas predicciones. En primer lugar, la abstención de prácticamente 40 por ciento del electorado y la división prácticamente por mitades del 50-60 por ciento de quienes votaron arroja un resultado muy claro: cualquiera que sea el ganador no contará con el apoyo del 60 al 75 por ciento del electorado o, peor aún, deberá tener en cuenta su hostilidad. En segundo lugar, los sufragios seguirán una clara división de clase pues apoyan al gobierno los sectores más acomodados de las principales ciudades, mientras contra el mismo, mayoritariamente, se alinean los más pobres y las zonas rurales o los habitantes de los centros menores. Esta división en clases y geográfica de la población rusa es un fenómeno nuevo y conlleva el peligro de graves explosiones sociales.
En tercer lugar, está el problema de la economía para el cual ninguno de los principales contendientes tiene planes precisos: la expectativa de vida de los hombres a causa de la eliminación del Estado social, de la miseria, de la bebida, de la tensiónha caído de 65 años (en 1987) a 58, es decir, dos años antes de la edad jubilatoria, que es de 60. Con una desocupación de 14 por ciento de la mano de obra activa (según las estimaciones occidentales más serias), con jubilados que tienen que tratar de vivir con un clima inclemente con menos de 40 dólares mensuales, con 36 millones de personas por debajo del nivel de pobreza y un 60 por ciento de la población que gana menos de un salario mínimo (85 dólares mensuales, aproximadamente), y con una industria nacional que trabaja al 20 o 30 por ciento de su capacidad instalada y enfrenta una ola de importaciones altamente competitivas (cuando no subvencionadas) y una cantidad mínima de inversiones extranjeras, Rusia no puede darse el lujo de esperar. Si se tiene en cuenta que el país es una gran potencia europea, miembro (aunque de segunda clase) del G7 y la segunda potencia nuclear mundial, el desastre ruso, agravado por Yeltsin y al cual Ziuganov no parece saber dar solución, asume un carácter muy peligroso para todo el planeta.
Por último está el problema del estallido político: tanto Yeltsin como Ziuganov cortejan a los militares y piensan en la represión contra los estallidos, como el de Chechenia; tanto el uno como el otro son antidemocráticos y difícilmente aceptarán el veredicto de las urnas. Yeltsin ni siquiera ha fijado la fecha del casi inevitable segundo turno y se puede suponer legítimamente qué hará, desde el gobierno, sobre todo si perdiese en la primera vuelta, para ganar a como dé lugar en la segunda.
El ambiente político ruso se tensa en extremo y surge el peligro de las aventuras, porque, además, ambos contendientes principales deberán depender aún más de su alianza con fuerzas independientes e imprevisibles (Ziuganov con los militares nacionalistas y con la extrema derecha fascista, Yeltsin con los mafiosos, con los grandes jefes de la nomenklatura militar-industrial y los servicios secretos extranjeros). En vistas de una segunda vuelta, incluso, las amenazas del Departamento de Estado en el caso de que Yeltsin perdiese podrían revelarse incluso contraproducentes.
Por lo tanto, se puede predecir que si ganase Yeltsin los problemas serán inmensos, muy superiores a los ya gigantescos que Rusia enfrenta hoy y que, si en cambio ganase Ziuganov deberá enfrentar grandes fuerzas desestabilizadoras, incluso en el caso de que jurase continuar la política de Yeltsin, rompiendo con sus electores, porque éstos lo habrían elegido para otra cosa y le pasarían la factura política y social. Cuando en 1989 triunfó el neoliberalismo se hablaba de ``fin de la historia'', de paz, de tranquilidad. El neoliberalismo no ha asegurado ni siquiera prosperidad ni, mucho menos, estabilidad. Ahora Europa, desde Francia hasta Alemania, desde la Europa oriental hasta Rusia, protesta contra sus costos sociales y sus efectos. Hasta dónde y hasta cuándo?