A Rusia no se le ha dado la democracia en sus largos siglos de existencia. La caída del socialismo de Estado ha arrojado un régimen mafioso y autoritario, un capitalismo desde arriba --como casi todo lo que se hizo antes, excepto las revoluciones-- que se resume en la ruina del país y en la desesperanza popular.
Esa falta de esperanzas es lo que ha ahuyentado a los electores de las urnas, más que la Eurocopa de futbol. El resultado era lo esperado. Un casi empate entre los principales opciones: el continuismo, personificado en Yeltsin, y la oposición más fuerte, encarnada en Ziuganov. El primero fue integrante del entonces poderosísimo Politburó del Partido Comunista, pero se convirtió en la figura más destacada de la oposición al viejo régimen; el segundo fue también miembro del PCUS y ahora se ha convertido en el líder más importante de la oposición.
En la segunda vuelta (tal vez el 5 de julio, pues aún no hay fecha oficial), Yeltsin probablemente triunfará si no se une a piedra y lodo toda la oposición de base, lo cual es bastante difícil.
Ziuganov representa a los más agredidos por las reformas económicas capita-listas, y Yeltsin es la oposición al fantasma del régimen anterior. Ninguno de los dos candidatos representa la democracia. Aunque Ziuganov lucha contra el autoritarismo de ahora y promete que no habrá restauración, los rusos no parecen buscar un camino realmente diferente al del despotismo en el país de Iván El Terrible y de Stalin.
Desde finales de los ochenta, la política en Rusia está presidida por la búsqueda de una solución económica que nadie acierta a encontrar; Yeltsin, mucho menos que nadie, pues convirtió al país en un botín. Pero Ziuganov dice cosas lógicas, aunque gran parte de la gente no le tiene la menor confianza. Los comunistas de hoy quieren detener a las mafias y frenar la acumulación origina-ria de capital, basada --como siempre-- en el despojo y el atraco; quieren también mantener al menos un mínimo de Estado social y buscar en algún sentido una política internacional propia. No es poco, aunque sea insuficiente. Lo que es un hecho es que Ziuganov es el líder del partido más fuerte del país.
Pero la democracia no existirá -en Rusia ni en cualquier otra parte- sin un movimiento democrático de grandes masas y sin una solución económica básica. Esto es lo que no se produjo durante el glassnost y la perestroika, y lo que mucho menos podría surgir bajo el despotismo de Yeltsin; es también lo último que quisieran las potencias occidentales, tan rápidas en apoyar al nuevo zar.
La Rusia de hoy se encuentra muy lejos de un Estado social como el que existe en varios países de Europa occidental. Una de las grandes tareas de ese país es justamente lograr el viejo sueño de tantas generaciones ilustradas de la vieja Rusia: entrar en Europa.
Yeltsin no representa esa entrada, y no está claro qué tanto lo desea Zuiganov, aunque su partido parece inclinarse más hacia la tradición de la gran y poderosa Rusia. Ese país parece más bien necesitar una socialdemocracia radical y culta, como aquella que surgió en ciertos momentos de la historia.
Hacia la segunda vuelta electoral, tal vez los candidatos débiles no logren negociar nada con los principales rivales que se enfrentarán nuevamente, pues la mayoría de los partidos políticos son casi inexistentes. Tal vez entonces acudan más electores a las urnas para contra-rrestar la ola verde de Ziuganov, aunque tengan que apoyar al tirano Yeltsin. Tal vez el líder comunista haga un esfuerzo para ofrecer un gobierno de composición con grupos regionales y sectores urbanos más cultos. Tal vez, en unos cuantos días, veamos en Rusia lo que no hemos podido ver en estos años de decadencia nacional y social, para que Yeltsin salga derrotado con todos su mafiosos y tecnócratas enriquecidos. Pero, sólo tal vez. ¿Cuánto habrá que esperar para que, al fin, llegue la democracia a las tierras del viejo imperio?