Rodolfo F. Peña
Subasta de Ferronales

Desde su nacimiento, hace más de un siglo, el sistema mexicano de ferrocarriles ha vivido en el fango y la crisis, y con la propuesta reprivatización se encamina a un punto en el que probablemente, ahora sí, resplandezcan la eficiencia y la rentabilidad, pero será ya en manos ajenas, con peligro de la soberanía, para fines económicos fundamentalmente extraños y habiendo dejado en la penuria a muchos miles de trabajadores, entre activos y jubilados.

Como se sabe, la construcción de la red ferroviaria fue encomendada por Díaz a empresas extranjeras, lo que no habría sido grave en sí mismo si por lo menos se hubiera dispuesto de una política nacional de desarrollo en la que esa red, conectada con los puertos marítimos, cobrara sentido como factor de impulsión; sin tal política, sin planes, sin poder real de rectorado, se impusieron los intereses y criterios de los concesionarios al definir trazos y condiciones, y el gobierno, paralizado por las fantasías imitativas y la corrupción, se limitó a cumplir exigencias: expedición de leyes propiciatorias en materia de tierras (y de despojos), subvenciones en efectivo, en bonos, en tarifas especiales, en exenciones de impuestos, en esclavización de la mano de obra mexicana. Claro está que los funcionarios porfiristas no actuaban así a título gratuito: la nación se endeudaba y ensombrecía su futuro, pero ellos no; por el contrario, fue una época de corrupción rabiosa, de formación o acrecentamiento de fortunas cuantiosas.

Una colosal operación especulativa corrió a cargo del talentoso ministro de Hacienda de entonces, José Ives Limantour, secundado por su hermano Julio. Consistió, para abreviar, en la consolidación y mexicanización, en tiempos de crisis mundial, de las dos grandes empresas concesionarias que explotaban las principales líneas troncales y sus ramales. Con cargo al erario y en beneficio propio, Limantour se embolsó, según Bulnes, la mitad del presupuesto general del país, y así nació, en 1907, la empresa Ferrocarriles Nacionales de México.

Algo puede decirse sin demasiados sonrojos en favor de los ferrocarriles: junto con el caballo, fueron el principal medio de transporte de los revolucionarios. Pero quedaron destrozados y de hecho no han conocido nunca una rehabilitación integral. Además, quedaron con una deuda monstruosa que ha marcado históricamente su infausta suerte financiera. En 1929, a raíz de otra crisis mundial, se renegoció el adeudo hipotecario, y los técnicos estadunidenses que intervinieron en la reorganización de la empresa consideraron que el remedio estaba en despedir a 10 mil trabajadores, algo así como el 20 por ciento del total del personal, y naturalmente en incrementar la productividad (como se ve, bajo el sol no hay nada nuevo, salvo las calamidades ecológicas).

En 1937, Cárdenas recuperó el sistema y el 1o. de mayo del año siguiente entregó su administración a los trabajadores: fueron 32 meses de esfuerzos vanos, incertidumbre y fracaso; su sucesor, apenas llegado al cargo, acabó con la administración obrera y creó la empresa descentralizada que conocemos.

En abril del año pasado, con la aprobación de la Ley Reglamentaria del Servicio Ferroviario, se dio vía libre a la reprivatización. Tímida, implícita y extemporáneamente, algunos diputados reconocieron que la soberanía nacional podía ponerse en peligro, y a última hora resolvieron firmar un acuerdo para que la Cámara reforme la Ley de Inversiones Extranjeras en caso de que haya riesgo para la seguridad del país.

Lo cierto es que los gigantes del transporte ferroviario estadunidense están de nuevo interesados en nuestro sistema, que van a invertir en él todos los dólares que sean necesarios para modernizarlo e integrarlo al suyo, y que después de décadas enteras de pérdida, ellos van tras las ganancias y tras el dominio comercial y político. A fuerza de ver el abandono y achatarramiento de equipo de transporte e instalaciones, el pobre crecimiento del sistema después del porfiriato (unos 6 mil kilómetros, principalmente en vías secundarias), y de comprobar la aceptación pasiva del transporte carretero que nos impuso la industria automotriz estadunidense, nos hemos acostumbrado a ver al tren de la suave patria como una reliquia del pasado.

Quizá por eso no se han calibrado bien, socialmente, ni el significado ni las consecuencias de la reprivatización. Pareciera que no hay ni opciones viables y racionales ni recursos para proceder de otra manera. Será? Por lo pronto, los trabajadores ferrocarrileros van a tener que abrir mucho los ojos porque se les ha venido diciendo desde hace muchos meses que el cambio de manos no generará ajustes de personal ni mutilación del contrato ni pérdida de derechos. Pero ya se está admitiendo que un 60 por ciento de ellos es prescindible (ver La Jornada, notas de Juan Antonio Zúñiga, ayer y anteayer), lo que significa que poco menos de 30 mil familias se sumarán al destino de los desempleados.