Muchas veces un programa de mano es el reflejo de lo que para muchos, así sea cóncavo o deformado, es ese espejo en que consiste el teatro. En el que sirve para presentar la versión que hace Juliana Faesler de la obra de Tom Stoppard, Rosencrantz y Guildenstern han muerto, se puede apreciar lo mismo cierto rigor de investigación para encarar el texto --que incluye haber rastreado una cita de Wilde respecto a la tragedia shakespereana-- que un a mi ver forzado desparpajo y desaliño consistentes en faltas de ortografía y la extraña aseveración de que la directora --que tiene estudios y práctica de escenografía-- ``decidió tomar un buen lugar en bambalinas'': a saber qué hace trepada allá arriba.
Por lo que respecta a cuestiones de fondo, cabría preguntarse en primer lugar hasta dónde puede llegar una adaptación. Pienso que en rigor estriba en no traicionar la idea del autor y, de hacerlo, proponer otra idea igualmente válida como concepción de un director. La obra de Stoppard ofrece muchas lecturas que van desde los problemas existenciales hasta la más concreta de explotación del débil por el poderoso, como propone Alvaro del Amo.
La versión que hace Juliana Faesler elimina personajes y los hace hablar a través del Actor y un muñeco, con lo que el teatro dentro del teatro del original se va convirtiendo en otra cosa más o menos parecida. Faesler de alguna manera traiciona la nuez de la propuesta stoppardiana y centra su adaptación en el problema de identidad olvidando todas las otras posibles implicaciones.
El siempre peligroso travestismo puede encontrar aquí una justificación. Los problemas de identidad de los protagonistas se verían reforzados por el hecho de ver actrices encarnando papeles masculinos; que un varón represente al Comediante --que a su vez, con ayuda de un muñeco, dé vida a los personajes shakespereanos que Stoppard conserva y que en esta adaptación desaparecen-- puede tener un significado como el que Sartre da al Kean de Víctor Hugo y que consiste, más o menos y dicho con superficialidad, en asumir que no tiene otra identidad que la de los papeles que representa.
Todo esto conlleva una lógica interna y hasta aquí no importaría qué tanto se jugó con la obra original. Pero la propuesta de Stoppard va mucho más allá; si eligió a estos dos personajes secundarios de un clásico, es precisamente por su marginalidad.
Rosencrantz y Guildenstern se ven envueltos en una serie de sucedidos de los que no entienden nada, por el azar de las maquinaciones de los otros, los poderosos y su juego mortal. Al cobrar relieve como protagonistas, los otros serán apenas personajes secundarios en el drama, pero el juego es el mismo y teje su sino fatal. La conclusión es muy cruel y nos afecta a todos los humanos, sean cuales sean las fuerzas --trascendentes o bien de este mundo, pero igualmente ajenas-- que marcan un destino individual.
Este sentido se pierde en la versión de Juliana Faesler porque da a Hamlet un papel tan protagónico como el de los dos cortesanos. Si el príncipe danés deja de ser un personaje que apenas dice algunas líneas y pasa casi como sombra el escenario; si se le adjudican muchas de lo que podrían ser ``las arias de bravura'' --el célebre monólogo de ``ser o no ser'', la escena con Gertrudis que da lugar a la muerte de Polonio, la mejor escena con Ofelia-- del drama shakespereano, se está haciendo una especie de Hamlet en la que cobran relieve Rosencrantz y Guildenster y no la obra de Stoppard: el sentido último de ésta se pierde con todas sus implicaciones.
El montaje tiene muchos aciertos. La escenografía y la iluminación, de cuyo diseño no se ofrecen créditos, son de muy buena factura; esas dos sillas-comodines, que lo mismo son asientos que se tornan mesa o se vuelven barca, son una imaginativa y excelente solución, al igual que los juegos con el muñeco --que luego se amplían a los juegos con los muñecos en la escena del abordaje pirata. No importa que se utilicen recursos del vanguardismo de hace muchos años (como el absolutamente superfluo de Hamlet trapecista, o el vestuario y aditamentos modernos en la escena del barco), porque los jóvenes de hoy no los conocen y para ellos puede resultar una propuesta novedosa.
Julieta Ortiz y Georgina Tábora, muy graciosas en sus personajes enfocados como dos hombrecillos chaplinescos a los que todo les puede ocurrir; a Georgina Tábora se le impuso una dicción excesivamente rápida, que no le permite matizar como debiera. Solvente Diego Jáuregui como el Actor; y de fuerte presencia, pero no excesiva capacidad actoral, Claudette Mallé, quien desperdicia el hecho de que se pervirtiera un tanto la concepción del texto para servirle algunos de los grandes momentos hamletianos.