Las noticias relacionadas con la supuesta reforma política que han estado negociando durante año y medio los dirigentes de los partidos políticos registrados, con la presencia e influencia decisiva de representantes del gobierno federal, dan la pauta de las condiciones que predominarán en lo que resulte de esa reforma electoral, si acaso.
El curso de ese largo proceso de negociación ha estado marcado por todo tipo de tropiezos, trabas, albazos, rupturas, retiros, condiciones, amenazas, y demás altibajos que sirven para conocer anticipadamente cómo serán las ``nuevas'' condiciones políticas del país.
De un proceso tan accidentado, en el que la relación entre los actores que están definiendo su contenido sigue pareciendo más un torneo de vicios y artificios que una honesta discusión en busca de relaciones democráticas, lo último que se puede esperar o lo único que no cabe esperar, es un marco legal y político que garantice el respeto de la voluntad popular.
El proceso de reforma política ha estado marcado por características que anticipan sus limitaciones. Por un lado se han ignorado los acontecimientos que en diferentes partes del territorio nacional muestran una tendencia en sentido contrario al pretendido objetivo de democratizar la vida nacional; y por otro lado, en todo momento se ha excluido de las propuestas, de las mesas de discusión, y las de negociación a la mayoría de la población, la que se encuentra fuera y dentro de las fuerzas políticas y de las organizaciones sociales. Aun a quienes pertenecen a los actores privilegiados los partidos políticos registrados, se les ha mantenido al margen del proceso.
Los resultados de lo que podría ser esa reforma electoral no aseguran una vida política democrática, ni siquiera en el caso de que incorporaran a la legislación electoral las demandas que la oposición señala como los principales asuntos pendientes. Así, por ejemplo, reconocer y legalizar el derecho a votar para los mexicanos que residen o se encuentren temporalmente en el extranjero, o la elección de los delegados en el Distrito Federal, o la posibilidad de recurrir a la figura del referéndum, son cambios que por sí mismos no significan una aportación democrática.
Argumentar que la demanda de elecciones en el Distrito Federal la del hoy regente y los delegados, es condición indispensable para implantar la vida democrática de la entidad, es tanto como dar por hecho que en los 31 estados y sus más de dos mil municipios es vigente la democracia por el simple hecho de celebrar periódicamente elecciones de gobernador y presidentes municipales. De esa misma manera, considerar que la legalización del referéndum o del voto de los mexicanos que residen en otros países contribuirá a la democratización de México, equivale a desconocer una vieja demanda que la misma oposición electoral sostiene que no ha perdido su vigencia: que el voto de cada uno de los mexicanos se cuente y se respete.
Una vez más los representantes de los partidos de oposición que están negociando a nombre de todos los mexicanos, pretenden ignorar que en nuestro país es la práctica política, es decir, el procedimiento real mucho más que el formal, el que hace nugatoria cualquier intención democrática. En muchos casos avalar o suscribir tales reformas sólo se revierte en contra de la oposición y de la sociedad en general, porque el gobierno sí logra cosechar la legitimidad que busca y necesita, sobre todo a través del uso y abuso de los medios de comunicación electrónicos de influencia masiva.
Probablemente a eso se debe que desde hace algunos años, los voceros oficiales prometen e insisten en hacer creíbles las elecciones; no se comprometen a hacerlas democráticas. Tal parece que el único objetivo que busca el gobierno con la llamada reforma política, definitiva o no, es que los resultados de las elecciones sean creíbles. Lo importante es que los ciudadanos mexicanos, los partidos que dicen representarlos, y los observadores internacionales crean que el proceso electoral fue limpio, lo de menos es que lo sea.