Doña María Tirado, de 85 años de edad, fue lanzada de una vivienda en la calle de Sadi Carnot --en la cual vivió los últimos 40 años--, con todo y un hijo retardado mental. Una ciudad fría, deshumanizada y cruel la dejó desamparada en el arroyo. Ni la delegación Cuauhtémoc ni las iglesias de la zona la socorrieron, cumpliendo una razón de ser castrada por la megalópolis. Doña María muere lentamente en la calle que fuera domicilio de escuelas maristas y lasallistas y por la que desfilamos una generación de mexicanos.
Desde la banqueta se le adivina --casi no se le ve-- amodorrada por la calentura, resistiéndose a tomar los alimentos que le ofrecen las vecinas; sin cesar de toser, sentada en el patio de la vecindad con sus trebejos, el cabello desordenado y colgando a ambos lados del pálido rostro; encogida, titiritando por el fresco de la lluvia y arrebujada en una silla parda. A ella no le llegan los beneficios de la Comisión de Derechos Humanos. Será por que no puede pedirlos en largos memorandums.
Doña María aferrada a su hijo, en los márgenes de lo social, tiene una expresión melancólica de la que destaca su desmadrado esqueleto, ojos ariscos y una expresión poco benévola. En su fisonomía moral el único rasgo visible es la amargura. La viejecita está enferma del alma de --cuidado. Vive de las limosnas públicas desde que murió su marido; desde hace tres años su debilidad es tan grande por la deficiencia y mala alimentación, que le preparan el camino a la consumición.
Doña María Tirado --como su nombre lo indica-- acaba su vida tirada al caos de la ciudad. Vive recordando un ayer que no vuelve. No aparece nadie que se brinde a llevar a la mujer y su hijo a un asilo, a un convento, a cuidarla. Su desobediencia y contradicción de pagarle la renta al ``casero'', llevó a éste a contratar a la Arrendadora ``La Urbana'' para desalojarla de la vivienda que pagó durante 40 años de infierno.
Artrítica, sin posibilidades para la locomoción, vegeta presa de agudos dolores físicos y psíquicos. Doña María vive desde ayer en el patio de su vecindad, acompañada de su hijo y un mobiliario que huele a viejo y despejo, como ella. En la peor de las desgracias, fijada e inmovilizada por el tiempo, penetra en la vejez sin poder remediarlo. Doña María ya no lucha, no puede luchar, vive en la inmovilidad.
La ciudad con sus sociedades protectoras, instituciones para la defensa de los derechos humanos y los desposeídos, la deja tirada --su nombre fue destino-- mientras todo marcha, corre, evoluciona y Doña María se queda fija en sus sensaciones, sus sentimientos, sus enfermedades, su infierno. A quien le importa?
No será Doña María el microscópico espejo del México jodido, casi fijo e inmóvil por depresivo, en un mundo que avanza a gran velocidad dejándonos en los márgenes?.