México, en el mapa, parece lo que realmente es: un cuerno de la abundancia cuya base está en Chiapas y que tiene la boca abierta hacia Estados Unidos, por donde se van las incontables riquezas de nuestro país. Así es, por lo menos, para muchos ex gobernantes y sus familiares, que han saqueado el erario público y practicado y sembrado la corrupción en escala sin precedentes.
Es cierto que, con la mundialización y la transformación del Estado, la corrupción de los gobernantes es algo común en todos los países (véase el caso Collor de Melo en el Brasil, el de Carlos Andrés Pérez en Venezuela y tantos otros) y también lo es la estrecha relación entre la mafia y la delincuencia organizada y el poder Ejecutivo (el brazo derecho de Silvio Berlusconi, en la industrializada Italia, está siendo procesado por mafioso, por no hablar de lo que todavía agita a Colombia). Pero, en primer lugar, ``mal de muchos es consuelo de tontos'' y, en segundo lugar, incluso en la delincuencia hay niveles y gradaciones.
La corrupción sólo es posible porque no hay control popular sobre los gobernantes, porque no existe una real democracia, porque los actos de los representantes populares, así como sus bienes, no son del dominio público, porque no hay transparencia en el ejercicio del poder. Pero también lo es porque décadas de escándalos han acostumbrado a la idea de que el robo sería una enfermedad profesional de los políticos, que no se puede impedir que exista el ``año de Hidalgo'' durante todo un sexenio, y que la ``mordida'' y la deshonestidad son algo inevitable a lo cual hay que acomodarse para poder vivir en paz.
Si ``los de arriba'' pueden robar impunemente cualquier cantidad es porque ``los de abajo'' tenían con ellos un pacto tácito vigente desde la Revolución Mexicana y acatado por los nuevos potentes de ella surgidos: a cambio de algunas ventajas sociales la gente común aceptaba ser expropiada de sus derechos ciudadanos y de la misma democracia. El desánimo y el cinismo abrían el camino a la dictadura y permitían la continuidad de los robos.
Ahora el país está, por primera vez, ante pruebas que colocan a Carlos Salinas de Gortari junto a su hermano Raúl. No se puede tergiversar ni fingir mirar hacia otro lado. Parte de la prensa no sabe qué hacer ante esta novedad explosiva y la opinión pública misma todavía no está ni suficientemente informada ni reacciona con la necesaria firmeza, a pesar que y esto también es nuevoes general a nivel popular la condena a los Salinas y al sistema y las fuerzas políticas que les encumbraron y les garantizaron la impunidad.
Ahí está el hecho, contundente, insoslayable. Si queremos dar un golpe a la idea de que nunca habrá justicia y a la resignación que es enemiga de la democracia y aliada de las tiranías, la justicia debe investigar las nuevas evidencias y hacer que los delincuentes rindan cuentas y devuelvan lo robado.