Néstor de Buen
Presidencialismo

En la continuación, los días 18 y 19 de esta semana, de la charla-debate entre Cuauhtémoc Cárdenas y Diego Fernández de Cevallos se plantearon temas de particular importancia. Entre ellos, uno detrás del otro, el de si es necesario reformar la Constitución y el del presidencialismo.

Para Diego, menos exaltado aunque siempre con su tono declamatorio en el que abusa un poco de su espléndida voz, lo que hay que hacer en México es cumplir las leyes y, en particular, la Constitución, que otorga un marco jurídico más que razonable para que las cosas del país vayan mejor. Cuauhtémoc, de nuevo mesurado, sonriente, casi paternal a veces con su interlocutor, sostuvo que debe cambiarse o, me parece interpretar sus puntos de vista, hacerse nueva.

Me inclino por la solución de Cárdenas. La razón es clara: hemos mantenido un sistema presidencialista, apoyado en una mayoría absoluta en el Congreso de la Unión: constituyente permanente, que ha servido para que desde 1917 a la fecha se le hayan hecho más de 400 reformas y adiciones a la Carta fundamental lo que a estas fechas ha cambiado tanto las cosas que de la emoción social no socialista del texto original, queda ya muy poco y lo poco que queda, por ej. en materia laboral, se pierde en los laberintos de la reglamentación interesada o, vía la Razón de Estado, en conductas gubernamentales de absoluto incumplimiento.

Carlos Salinas de Gortari rompió con la separación entre Iglesia y Estado, con lo que no le hizo el mejor de los favores a la Iglesia, hoy militante y discutible en la calle, particularmente la católica; deshizo las premisas fundamentales de la Reforma Agraria sin que hasta la fecha su intento de convertir al campo en un negocio privado y próspero haya tenido algún éxito, y puso en marcha unas comisiones de derechos humanos con facultades insuficientes para vigilar a los poderes judiciales, a los tribunales de trabajo y los asuntos electorales. Pero desde antes cada presidente inició sus tareas adaptando la Constitución a sus proyectos con lo que la promesa solemne de cumplirla típica del acto de investidura, se quedó siempre en el limbo.

Hoy la Constitución ni es armónica ni es lógica. Con técnica defectuosa, en lugar de establecer principios fundamentales, en ocasiones entra en mayores detalles que una norma reglamentaria. Pero, lo que es más grave, siguiendo las líneas de conducta dictadas por el señor Don Venustiano, en el acto inaugural del Congreso de Querétaro (1o. de diciembre de 1916), rompe con el equilibrio de los poderes y convierte al titular del Poder Ejecutivo en el gran dictador, capaz de vetar al Congreso de la Unión; dictar reglamentos que disfrazan leyes por sí mismos y nombrar a los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (que no debería ser ``de justicia'' sino de constitucionalidad y de legalidad ya que la justicia es tarea de los hacedores de las leyes).

Ernesto Zedillo ha dicho, y ha dicho bien, que no quiere gobernar con poderes más allá de las reglas vigentes. Cárdenas sostenía en el diálogo que, de todas maneras, lo hace. Pero la verdad es que esas cuasifacultades, nacidas muchas veces del poder y no de la razón, particularmente en etapas de crisis, son tan atractivas (y casi reclamadas por el entorno político del Presidente que cometerá pecado si no las utiliza) que resulta muy difícil mantener el equilibrio de un ajuste estricto a lo que mandan las normas. Sobre todo si las normas son proclives al poder absoluto.

Y por ahí vienen las cuestiones del presidencialismo en el que Diego y Cárdenas coincidieron, me parece recordar, que se remediaría con el estricto apego a la Constitución y a las leyes.

Difiero de ambos.

Precisamente el presidencialismo, del que en su notable por inesperada aparición en la televisión José López Portillo dijo que concluyó con él, nace de la Constitución y de las leyes a partir de las diabluras dictatoriales de Carranza.

Nuestra Constitución es, sin la menor duda, presidencialista y si se quiere terminar con ese sistema para entrar a una vía parlamentaria, como lo sugería el maestro López Portillo, resulta indispensable, en favor del adecuado equilibrio de los poderes, la reforma integral de la Carta fundamental.

Es cierto que no somos muy propicios para llevar al debate público cuestiones esenciales. La experiencia difícil, aunque resuelta al fin y al cabo por los caminos habituales, de la reforma de la Ley del Seguro Social y de la aprobación de Ley de las Afores, dejó muertos y heridos en el camino. Por puritito miedo no nos hemos atrevido a poner en la mesa la reforma de la Ley Federal del Trabajo y nada más pensar en hacer lo mismo con la Constitución plantearía infartos agudos.

Pero debemos hacerlo. Y quizá ese intento no resultaría mal si, en un punto tan delicado como la reforma política y la paz en Chiapas, se han logrado avances espectaculares en los que factores ajenos: Elorriaga y Eltzin (faltan once más) y el problema electoral de Puebla fueron superados con audacia y buen resultado.

Pensaba frente al diálogo de Cuauhtémoc y Diego, ponderado y sonriente el primero, con la lección bien aprendida de hace dos años y el segundo, un poquito más moderado, si no faltaba el tercer invitado.

A lo mejor valdría la pena intentarlo. Todos, sobre todo México, ganaríamos mucho. Y un presidencialismo más discreto, no exento de respetos institucionales, a lo mejor lograría éxitos en su aproximación a lo cotidiano y a la libre discusión de las ideas y de los problemas.