Leía Un pequeño curso sobre los sueños, del junguiano holandés Robert Bosnak, cuando recordé que hace diez u once años mi compañero y yo visitamos una finca en algún lugar creo que del norte de España. Nuestro anfitrión abría los brazos y con las manos parecía indicar que la amplitud del campo alrededor, el ocre de las espigas, la calidez del clima, nos acogían en la medida en la que aceptáramos que nos acogieran. Me parece recordar que la víspera habíamos dado una lectura y que por lo tanto, superado el compromiso, este paseo era la recompensa. Yo estaba muy contenta. Con gusto seguí al anfitrión, un joven que sé que no tenía bigotes tupidos, hirsutos y rojizos, a conocer en el establo a un potro prácticamente recién nacido, que apenas si podía tenerse en pie. ``Dale un nombre'', me pidió mi anfitrión. ``Maco'', dije.
Pero en cuanto pronuncié el nombre, en cuanto bauticé al potro con el nombre Maco, empecé a sufrir. El nombre había pertenecido al perro más significativo de mi infancia; con qué derecho se lo usurpaba para dárselo a nadie más? Que Maco el perro hubiera muerto no me justificaba. Maco el perro no había sido sólo mío; sus dueños habíamos sido unas diez u once personas. Qué me daba derecho a mí a hacer con su nombre lo que yo quisiera? No me reconfortaba saber que Maco el potro vivía y viviría toda su vida sin que el camino de ninguno de los otros dueños de Maco el perro muerto fuera a cruzarse nunca con el de él, Maco el potro español. Pero, aun si ninguno de los otros dueños de Maco el perro llegara ni siquiera a sospechar que en algún lugar existía un potro hecho caballo llamado también Maco, la traición a un nombre había tenido lugar, y se debía a mí.
Todos cargamos culpas de las que no nos es fácil desembarazarnos. Y lo es aún menos cuando las víctimas de nuestras culpas, víctimas animadas o inanimadas, se las arreglan para recordarnos el mal que les hicimos y no dejarnos en paz. Si de pronto mi máquina de escribir deja de funcionar, el técnico puede no explicarse la causa, pero yo, aunque no la confiese, la conozco más que bien. Nunca acepté el nombre alemán de mi máquina de escribir, y este hecho equivalió a traicionarla. Así, cuando quiso, reaccionó a mi desamor y dejó de funcionar. Un toro sabe si el torero tiene a alguien más en mente mientras lo enfrenta a él; es celoso e intolerante; el toro exige atención exclusiva y, a la menor intromisión de otro atractivo en la mente del torero, el toro reacciona y cornea al traidor.
A.A., amigo mío de la infancia, se nos presenta a mi compañero y a mí con dos incongruencias. Una es que lleva puesto un par de anteojos y, la otra, que quiere regalarnos un perro. A.A. siempre fue amante de los caballos; no de los perros. Y A.A. nunca usó anteojos, de modo que verlo con ellos puestos nos desconcierta. Sea como fuere, no queremos aceptar el perro que nos ofrece. A.A. y su acompañante, que es un caballerango, insisten en que lo aceptemos. ``Los va a proteger'', advierten. Se trata de un pastor alemán, o perro policía. Es grande y se ve bravo. Pienso: ``Es una fiera''. En un principio, su color es claro; pero, a medida que avanza la forzada transmisión de mando sobre el perro, su pelo se oscurece. El caballerango le da órdenes de no ladrarnos ni modernos; el perro pasa veloz a nuestro lado. Nos echa una mirada con la que nos da a entender que, si no nos ladra ni nos muerde, es porque obedece órdenes; no porque nos quiera.
Estamos por entrar a un gran salón lleno de gente. A.A. me conduce del brazo. Balbucea. Quiere decirme que debo aceptar el perro; mi resistencia le da lástima. No esperaba que yo fuera a rechazarlo. El se va del país, y no puede llevarse el perro. El perro está quieto a mi lado. En cuatro patas, su lomo me da a la cintura. Lo acaricio. Lo abrazo. Siento su calor contra mi cuerpo. Cede a mi trato; no tiembla. Pero no me atrevo a verlo a los ojos. Es evidente que le tengo miedo y que no quiero que él lo advierta. ``Lo que sucede confieso a A.A. es que le tengo miedo''. ``Es inevitable que te quedes con él'', me informa A.A. antes de irse. Mi compañero comenta: ``El perro es el público; los toreros así llaman al público: fiera. No al toro; al público''.
En Un pequeño curso sobre los sueños, Robert Bosnak recomienda hacer una serie de ejercicios para entender los sueños. El principal estimula la memoria. Mientras más detalles recordemos de un sueño, más clara se irá haciendo la figura soñada, figura viva, en movimiento.
Estaba en un reducido cubículo con vista al patio de grava en el colegio. Del otro lado de la mesa contra la ventana, una mujer sin pecho, con piernas sin forma, me pedía que dibujara sobre una hoja de papel blanco mi animal favorito. El día anterior me había pasado la mañana en el mismo cubículo dibujando un árbol. Con tal de estar sola y no en clases, accedí a permanecer en ese cuarto hasta la hora de regresar a casa. Había dibujado la corteza del tronco del árbol con innumerables laberintos, y cada hoja de las ramas frondosas con todas sus venas y arterias. Lo hice detenidamente. "Mi animal favorito?" Siempre fue un perro. En aquel tiempo todavía no habría sido Maco; pero algún perro recorrería mi infancia. Sin embargo, en respuesta a la orden que ahora me daba la mujer, dibujé un caballo.
No es probable que desde entonces yo ya supiera que A.A., quien ya rondaba mi infancia, fuera amante de los caballos. Y, si lo hubiera sabido, cómo podía su afición a los caballos determinar que yo asumiera falsamente a un caballo como mi animal favorito? Pero ahí estaba yo, dibujando sin habilidad el animal favoritoo de A.A., lo cual, años después, tuvo una respuesta armoniosa, aunque paradójica, cuando fue A.A., el amante de los caballos, quien me heredaba un perro protector, animal que yo había negado como mi preferido; al que había traicionado quitándole su nombre y dándoselo nada menos que a un futuro caballo, y al que, finalmente, no quería aceptar porque me daba miedo.