El segundo turno de las elecciones rusas se efectúa en una confusión aún mayor que la del primero. En efecto, tanto Boris Yeltsin como Guennadi Ziuganov sólo piensan en ganar votos a cómo dé lugar, y los principios, como dicen los italianos, al igual que los programas ``van a que los bendigan''.
Yeltsin, con su astucia grosera, le tiró un ``cañonazo de 50 mil pesos'', al estilo de Obregón, al general Lebed que, por supuesto, no resistió y ahora es el jefe del Consejo de Seguridad. El actual presidente cree así comprarse los votos de Lebed, pero no pienso que la operación haya sido brillante porque quienes votaron antes (contra Yeltsin) por este general nacionalista-fascistizante, lo hicieron en nombre de la grandeza de Rusia, de la reconquista de su papel de potencia que, justamente, Yeltsin pone cotidianamente en cuestión.
De modo que es muy posible que los votos de Lebed no se sumen automáticamente a los del Cuervo Blanco y vayan hacia la abstención en su mayoría, aunque el general esté calentando ahora una importante poltrona gubernamental. Además, el invento de un golpe de los militares antiLebed y la defenestración del general Grachov son otras tantas ofensas al importante establecimiento militar-industrial. Y a los militares en ningún país les gusta mucho que les insulten y los manoseen, lo cual agrega un nuevo problema tanto a Lebed como al presidente Boris Yeltsin.
Ziuganov, en cuya propaganda ocupa un lugar destacado la pérdida de mercados de la industria armamentista (o sea, la pérdida de negocios para los militares y de influencia política y social), está tratando de establecer una alianza con el sector castrense, separándolo de Yeltsin. Pero eso le lleva a reforzar su nacionalismo chovinista, su apoyo a la guerra en Chechenia (bajo el pretexto de combatir a los bandidos y a la mafia, como si ésta fuera solamente chechena) y, por supuesto, al privilegiar a la industria armamentista, a destinar a la misma una atención prioritaria en la atribución de los recursos que él haría desde el gobierno, dejando de lado las terribles necesidades sociales de sus votantes.
De modo que mientras Yeltsin se disfraza de nacionalista y hace promesas sociales, Ziuganov refuerza el conservadurismo en su programa que siempre recuerda la célebre ensalada rusa. Y ambos se disputan el papel de paladines del liberalismo porque, desde lo alto de un pedestal formado por un poco más de 30 por ciento de los votos, tienen en cuenta que más de 60 por ciento del electorado no los sigue y quieren conquistar, no tanto algunos sufragios en el campo de su adversario respectivo, sino posiciones en el terreno inculto de los abstencionistas (anticomunistas pero también antiYeltsin) y de aquellos que votaron por los demás candidatos (en particular los de Lebed y los del bloque Yabloko).
El oportunismo, el desprecio por la inteligencia del pueblo ruso, las maniobras sin principios (como la propuesta de Ziuganov de integrar un gobierno de coalición en el caso de perder), borran las diferencias entre los candidatos, alejan de la política a los jóvenes y hacen que el proceso electoral parezca una noche oscura donde todos los gatos son pardos.
Por supuesto, eso favorece a Boris Yeltsin, que utiliza el poder del Estado y el apoyo internacional para ganar sin preocuparse ahora ni por cómo gobernar ni por el qué hacer ante la terrible crisis.
¿Qué inversionista extranjero en su sano juicio -a no ser que sea un mafioso o se dedique a la trata de blancas o al saqueo del Estado ruso- podría entonces colocar a mediano plazo sus capitales en un país que padece una dirección política semejante? El problema, por lo tanto, no reside en quién gana -probablemente ganará el caballo del comisario, el zar Boris-, sino en qué pasará tras los comicios desde el punto de vista social, político y económico y en qué sucederá en el bloque social y político de Ziuganov después de su eventual derrota. Sobre eso convendría concentrar la atención.