La Jornada Semanal, 23 de junio de 1996


El vómito prieto

Agustín Ramos

Entre las novelas de Agustín Ramos destacan Al cielo por asalto y La vida no vale nada. Desde La gran cruzada, Ramos se convirtió en un acucioso conocedor de la historia minera de Hidalgo. Dentro de unas semanas, la editorial Joaquín Mortiz pondrá en circulación su libro Tú eres Pedro, una documentada recreación ficticia de la Nueva España. Presentamos el anticipo del libro que trata de la fiebre amarilla, conocida en tiempos virreinales como el vómito prieto.



Apenas al día siguiente de haber llegado a Veracruz, Francisco empezó con los síntomas. Pero cuando se acaba de llegar a la mayoría de edad, sobre todo siendo de complexión robusta, las enfermedades no suelen necesitar más que de tiempo. De modo que su viejo acompañante no le dio mucha importancia, o al menos fingió no dársela, y lo dejó en el hostal diciéndole que el catarro le pasaría pronto, mucho antes de que él volviese a la taberna.

Francisco tampoco le dio importancia, algo había oído de ciertos peligros propios de Veracruz y de otros lugares de marismas; lo indicado, según consejos de sabedores, era acudir al hospital de la armada apenas sintiese molestias. Sin embargo estaba seguro de que con descanso se le quitaría, pues su mal sólo era la despedida que su organismo dabaa un país extraño, un país que no le había sentado bien, entre otras cosas por los cambios tan repentinos de clima. Y más que eso, a decir verdad, lo molesto era que los cambios fuesen tan de improviso y tan radicales. Porque cuando él se estaba acomodando a un temperamento templado cual lo era el de Querétaro, al frío de los llanos que rodean Puebla o a la bocanada ardiente de Veracruz, irrumpían nuevos aires que lo traían a maltraer, del sudor al hielo, sin que pudiera disfrutar el hielo ni el sudor. Entonces maldijo al clima y le prometió no darle el gusto de caer enfermo.

Pero cuando el viejo regresó, Francisco ya tenía calentura.

Debe ser una terciana, y acaso será terciana bastarda, dijo el viejo y se echó en el camastro. Ah, pero si llegas a sentir escalofríos no se te olvide hacérmelo saber mañana, en cuanto despiertes.

Francisco no tuvo que esperar a que amaneciera. Entre la medianoche y las tres de la mañana los escalofríos le venían al ritmo de su cada vez más espaciado pulso. Sentía hervor en la cara, picadura de sal, de chile, en los ojos. Tenía mucha sed y un dolor como si le estuvieran apretando uno por uno todos los huesos, y más los de la espalda y las piernas. Varias veces salió a vomitar un caldo tan espeso y podrido que del puro asco volvía a deponer.

Después ya se sintió mejor y no le dijo nada al acompañante, quien por lo demás salió después de tomarle el puso y decir, ah caramba, cuando le pidió a Francisco que le mostrara la lengua y éste sacó una tira ceniza como pellejo de vaca o matadura de jumento. Pero no dijo más y se fue a seguir la juerga, dejó al joven encargado con la hostera y no volvió sino dos días después en compañía de una mulata jamona que fue la que se horrorizó.

Y no era para menos, Francisco se la había pasado vomitando, a mal dormir y sin tomar más que agua y pan, con el pulso y las sienes a reventar. Tan sólo al verlo, la mulata pegó un grito que hizo venir a la ventera. El enfermo estaba echando sangre por la boca y tenía dibujados hilillos negros, costras ya, por la nariz y los oídos. Sangre de Crito, ete hombre etá pero que mu mu ma, dijo alguna de las dos mujeres. Ellas, en cuanto se pudieron mover, salieron de ahí en busca del sacerdote. Apenas dado el sacramento de la extrema unción, apareció el médico, un hombre bajo, tonso, al que la ventera le decía profesor Anacleto y que había sido lego.

En un cuarto aparte el profesor se quitó su ropa, hasta la última prenda, y se puso una bata raída y sucia, mojó un paño en vinagre antiséptico y se lo colocó sobre la boca. Repasó los síntomas del enfermo como de memoria y casi sin esperar contestación: calenturas, náusea, bascas y evacuaciones muy hediondas e involuntarias de sangre negruzca tirando a verde fuerte; hipo, pálpitos, sudor frío. Siempre como si supiera de antemano la respuesta y cuidándose muy bien de voltear el rostro hacia otra parte de manera que no lo tocara el aliento de Francisco. Con los mismos modos encendió aguardiente alcanforado en un braserillo y lo colocó entre él y el lecho de su paciente. Por si esto no fuera ya mucho cuidarse extendía los brazos como astigmático, para rozarle el pulso,que era muy débil, y tocarle el vientre, que como toda la piel estaba muy sensible, y otearle la lengua, que ya no estaba como matadura de burro sino cual si el burro tuviera cuatro días de muerto.

Sin embargo, el enfermo ya se sentía mucho mejor, quizá por obra de los santos óleos recibidos poco antes del crepúsculo. Y así se lo hizo saber al profesor, quien pareció no oírlo porque siguió con sus melindres y con el recuento: inapetencia también, o me equivoco? La dignidad de Francisco vio ahí la oportunidad de oponerse y levantó la voz pensando que hablaba muy bajito y que quizá por eso el profesor Anacleto no le hacía mucho caso. Y dijo: inapetencia ya no, porque he sentido muchas ganas de comer, de comer limones, naranjas, tamarindos y nieve, nieve como la que traen de Orizaba. Sólo entonces se dio cuenta de que su voz se había adelgazado, y por más esfuerzos que hiciera le salía un fluido de aire. El profesor, en lugar de dirigirse a él, ya estaba hablando con el viejo acompañante para decirle, con una voz que a Francisco le pareció susurro, que primero habrían de aplicar un vomitivo suave y una lavativa, a ver si con eso.

La casera, arrepentida de haber salido huyendo sin más, volvió en cuanto el profesor se fue y recomendó hipecacuana y aceite de armadillo, pero el arriero prefirió confiar más en la receta médica. Así que preparó un brebaje de tártaro emético, maná y pulpa de tamarindo, y dispuso una lavativa con agua templada. Después hizo otro compuesto de azumbre y un nuevo intento de lavativa. Todo en vano. O más bien para peor. Lo cual no pareció caerle de extraño al profesor Anacleto en su nueva visita, visita que efectuó a primera hora de la mañana del día siguiente, no sin antes tomar las precauciones del día anterior, además de beber un vaso de vino en ayunas, preventivo que también recomendó al viejo y a la ventera.

No se extrañó pues el profesor por la recaída, al contrario, anticipó otra, y otras, así como subsecuentes restablecimientos, durante los que se debían administrar purgantes de sal neutra con poquísimo tártaro, y si el restablecimiento se extendía más de tres horas podrían dar fruta fresca al enfermo, pero no más de un bocado cada hora. Todo lo anterior debía suspenderse y pedir auxilio inmediato si había inflamación. Francisco ya no escuchó nada de eso, no por los delirios de la fiebre sino porque su debilidad ya era tanta que además de enmudecer había perdido el oído.

Como nada surtiera efecto, el profesor aceptó la vía más en boga, sangrar la vena salvatela, aunque en forma moderada y sólo después de laurearle las sienes con sanguijuelas gordas. Las sangrías no funcionaron mucho, como él mismo pronosticó al calificar este remedio de mediocre antigualla. Así que en un arranque de desesperación se olvidó de las precauciones para gritar al oído de su paciente que reaccionara.

Pero si yo ya me siento muy bien, profesor. Eso sí, tengo mucha sed; la normal, en este clima.

Su curandero sofocó entonces el braserillo y salió para siempre, quizá sin haberlo escuchado. Pronto la ventera dejó de acudir porque el aspecto de Francisco se iba volviendo monstruoso. Al viejo acompañante, con ser tan curtido en negocios de guerra, de misiones y epidemias, cada vez le resultaba más difícil sofrenar una especie de repulsión que el enfermo no podía dejar de percibir pese a que sentía cada vez más nublado el mundo.

Viejo, se lamentaba Francisco, cada día se me mueren más los sentidos. Y no sólo la carne, también se me muere el alma, Señor.

En su última visita, el profesor se había limitado a diagnosticar por primera y única vez la maldición, vómito prieto, y a salir diciendo con la cabeza que aquel recién adulto ya no tenía cura.

Sabía que ese hombre estaba muerto desde que entró por primera vez aquí. Por eso y no por otra cosa fueron sus prevenciones, sus distancias. Yo ya sabía, dijo al acompañante, que los baños de asiento y demás pediluvios no ayudarían, por eso me atuve a las dosis de quina y a la serpentaria con azafrán endulzada en elíxir de vitriolo. Lo del vino con esencia de cuerno de venado era para ahuyentarle las pesadillas, lo mismo que el opio y el almizcle. Darles esperanzas, a usted y a él, hubiera servido igual que un vejigatorio: nomás para lastimarlos más, a él en las carnes, a usted en el corazón...

La ventera y el anciano no cedieron. Vino entonces la tisana tibia de cebada, de avena o arroz con miel. Vino la sémola aguadita que la mujer preparaba sin acercarse al cuarto de Francisco. El hombre las llevaba con el enfermo, un agonizante cada vez más necesitado de una ayuda espiritual que era difícil procurar más allá de palabras cariñosas, de esfuerzos para escuchar cuanto pedía, de ingeniar ventilaciones de la estancia y asperjamientos de piso con agua, vinagre y azufre, así como sahumerios combinados de pólvora y esencia de nardo. Otro auxilio, inútil pero inevitable, era intentar tranquilizarlo durante los periodos de locura en que creía ver espantos sólo leídos en el Apocalipsis.

El juicio final, el juicio final está cerca...

Y ésas, o parecidas, fueron las últimas palabras de Francisco. Luego toda la pestilencia se transformó en un aroma de jazmines que borró hasta el último rastro de porquería, aun en el recuerdo. De modo que al contar estas postrimerías, el viejo acompañante sentía estar como posado en un bloque de nieve traída de Orizaba.