La miseria atemorizó durante siglos a la humanidad. Apenas a partir de la segunda mitad de este siglo, el desarollo (o al menos la esperanza de imitar a los que podían lograrlo) se hizo concebible en la conciencia colectiva, al igual que la posibilidad de erradicar las hambrunas, las pestes y los desórdenes resultantes de la pobreza extrema. Hoy, sin embargo, entramos en un nuevo milenio con esos flagelos que parecían cosa del pasado más presentes que nunca, y con la perspectiva exasperante de tenerlos entre nosotros por largo tiempo.
Las fórmulas propuestas y ensayadas en el siglo XX para redistribuir la riqueza desde el keynesianismo hasta el comunismo, pasando por las organizaciones asistenciales no han funcionado, y la comunidad internacional, los gobiernos y las sociedades todavía tienen pendiente la asignatura de encontrar soluciones para erradicar la pobreza y el hambre.
Aun antes de que se agotara la polémica sobre el ``fin de la historia'' se hizo presente, como una constante social, la mancuerna del rápido crecimiento demográfico resultante de los propios progresos de la civilización y la creciente pobreza (siempre acompañada por una concentración del poder y de la riqueza), combinación que provocó los desastres sociales que caracterizaron los periodos de transición. El paso del decadente Imperio Romano al mundo medieval o la gran crisis anterior a la primera revolución en la agricultura en los siglos XIV-XV, por no hablar de la desparición del mundo maya, vieron desaparecer viejas culturas junto con parte importante de la población de esos periodos.
Hoy, según el Banco Mundial, preconizador de una política de ajuste estructural cuyos resultados están a la vista, uno de cada cinco habitantes de la Tierra vive o sobrevive en la miseria, con un ingreso menor a un dólar por día, y se prevé que en el año 2000 la mayoría de los mil 500 millones de personas sumidas en la extrema pobreza vivirá en las grandes ciudades, sobre todo de los países más pobres y menos industrializados.
Por lo que respecta a México, la mitad de la población no alcanza ya los niveles básicos de alimentación, según una comisión del Senado.
La concentración de la pobreza en grandes megalópolis, donde al mismo tiempo se evidencia, en contraste y como desafío, la riqueza, planteará problemas explosivos. Esas ciudades enfermas de gigantismo y socialmente insanas serán peligrosas e ingobernables. Centenares de millones de pobres (desocupados, marginados, expulsados de los campos por la destrucción ecológica, el abandono y la liquidación de la economía de autoconsumo) ``sobrarán'', porque no son mercado; ellos, como los antiguos bárbaros, buscarán por la fuerza una redistribución de las riquezas que ven todos los días o, como los pobres urbanos en el Alto Medioevo, serán diezmados por todo tipo de enfermedades causadas por las pésimas condiciones sanitarias de ciudades insostenibles.
Aún se está a tiempo para dar un giro humano y practicable a un sistema económico en el cual ``sobran'' ya entre tres mil y cuatro mil millones de personas. Las tecnologías y los recursos actuales pueden destinarse a reducir el daño causado a la naturaleza y a cambiar el tipo de producción y de consumo, a redistribuir los ingresos y a hacer posible un desarrollo socialmente justo y económica y técnicamente sostenible. El problema no es técnico sino político. Para que el futuro no sea una pesadilla hay que ver cómo cambiar el rumbo.