Diferentes zonas de la geografía nacional han entrado, por causas diversas, en una dramática espiral de violencia que debe alarmar a la sociedad y que no parece tener precedente en este siglo en tiempos de paz. Se trata de dos distintas clases de violencia, la delincuencial y la sociopolítica, pero el resultado es semejante: la inestabilidad comunitaria.
El auge delictivo, además, conduce a la rigidización de posiciones ciudadanas y de medidas gubernamentales. Entre las primeras puede citarse el que nuevamente se hable de la pena de muerte, y hasta se plantee el patrullaje militar en las ciudades. Entre las segundas figuran el endurecimiento de leyes para dar más facultades al aparato de procuración de justicia, con el evidente riesgo de graves excesos, y el nombramiento de militares en la dirección de cuerpos policiacos.
Dos estados y dos ciudades ilustran la impresionante espiral: Guerrero, Chiapas, Tijuana y la ciudad de México. No son los únicos casos donde la violencia desbordada ha alterado la convivencia social, pero sí son los más graves.
Guerrero: En el año corrido a partir del 28 de junio de 1995, día de la matanza de Aguas Blancas, cerca de cien guerrerenses más han caído asesinados por diversos motivos, particularmente de origen político y social, y en no pocos casos la impunidad ha sido el corolario de los crímenes. Muchas de esas víctimas militaban en el Partido de la Revolución Democrática, y entre ellas sobresale la doctora Marta Morales, quien falleció el 17 de octubre de 1995, tras de ser alevosamente baleada dos días antes, a las puertas de su casa de Tecpan.
Guerrero es ejemplo de cómo la lucha social y política puede tener un elevadísimo costo en vida y sangre, y llama la atención sobre cuánto hemos de avanzar y debemos hacerlo de prisa en dar cauce pacífico a las divergencias, por muy agudas que sean.
Chiapas: A pesar de que la entidad vive una tregua en la guerra declarada por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional contra el gobierno, no pasa semana sin que, al margen del conflicto armado, deba deplorarse alguna muerte por desalojos, enfrentamientos y emboscadas. Treinta y cuatro personas han perecido por estos motivos en los últimos seis meses (Juan Balboa, La Jornada, 22 de junio de 1966, p.9) y no hay indicios de que una acción conciliadora vaya a frenar la serie interminable de homicidios.
Los Chinchulines y el grupo Paz y Justicia son ominosos nombres asociados a la muerte y la represión, y la acción punitiva contra ellos ha sido insuficiente. No son tales grupos los autores de las 34 muertes, pero sí han sido vinculados con muchas de ellas, y acaso lo más grave sea la escalada que se observa en los días recientes pues, conforme a cifras oficiales, en sólo ocho días de este mes fueron asesinados 14 indígenas de distintos partidos políticos.
Tijuana: La geografía del México violento no se limita al sur. En el norte del país, una sola ciudad, Tijuana, supera el número de homicidios de Chiapas y Guerrero: más de 120 la mayoría por arma de fuego en el semestre que está por concluir, de acuerdo con informes oficiales (Jorge Alberto Cornejo, La Jornada, 21 de junio de 1996, p.43). Los móviles tijuanenses son muy distintos de los sureños, pues el origen de la mayoría de los crímenes es delincuencial y un tercio de ellos se relaciona con el narcotráfico, en tanto que en Chiapas y Guerrero lo es sociopolítico.
Ciudad de México: Esta es una de las ciudades más violentas del continente, con más de mil 200 homicidios cometidos durante 1995, o sea más de tres por día, y en el primer semestre de 1996 las cifras van en aumento, no solamente en ésos sino también en otros delitos. Apenas el día 3 de este mes me referí con amplitud a este tema, por lo cual no me extenderé ahora. Es obligado citar al Distrito Federal, sin embargo, como un claro ejemplo del auge delincuencial en el país.
Resulta evidente, pues, la escalada que está ocurriendo en México, y en el caso de la violencia sociopolítica es demandable del gobierno una vigorosa tarea de conciliación, el castigo a policías represores, así como medidas para desarmar a guardias blancas y similares, y castigarlos junto con sus promotores. Una firme acción gubernamental, en los ámbitos federal y estatal, puede frenar ese tipo de violencia.
En el caso de la delincuencial, el panorama no es para nada halageño. Aun cuando la acción del gobierno debe ser fuerte y creciente en su contra, no hay indicios para esperar su freno o reducción importante, porque esto sólo puede lograrse a largo plazo y comenzando desde ya. Frenar y disminuir la violencia delictiva se relaciona con el fin de la crisis económica y con el mejoramiento del aparato de procuración e impartición de justicia, en particular con la elevación de la tarea policial, desde el entrenamiento de los futuros agentes hasta la generación de una mística de servicio, pasando por el salario.
Y todo ello se ubica en un horizonte tan lejano que por ahora, lamentablemente, no se vislumbra.