Hace poco volvió a temblar, no oímos la alarma sísmica. A tientas, salimos despavoridos otra vez de casas y lugares de trabajo preguntándonos qué hacer.
En un artículo reciente de la literatura médica <1> se esbozan las medidas preventivas que cualquier sociedad debe tener listas para evitar una tragedia humana ante un terremoto. Como médico mexicano, su lectura me despertó consternación, seguida de zozobra e indignación. Si me lo permite el lector, aprovecho su tiempo para compartir estas preocupaciones.
Asientan los autores (dos médicos de Los Angeles y uno de Atlanta) que los desastres naturales han causado en las últimas dos décadas más de 3 millones de muertos y 800 millones de damnificados. Los costos son incalculables. Sólo en contados casos, se han diseñado estrategias para revertir tantas desgracias. Desde luego, la Tierra seguirá acomodándose en las fallas de San Andrés, de Cocos, de Indonesia y muchas otras que conforman su accidentada superficie. Las poblaciones urbanas, como consecuencia de la desigualdad social imperante, seguirán creciendo sobre todo en los países pobres y asentándose en edificaciones endebles hasta que no cambien sus condiciones de vida. En la ciudad de México, en Manzanillo, en incontables poblaciones de Oaxaca, Guerrero, Puebla y tantos otros estados, tales condiciones son más bien de muerte.
Las evidencias científicas sostienen que la prevención primaria es la única manera de evitar pérdidas humanas debidas a terremotos. Esto exige priorizar los planes de construcción sobre suelo firme y planear una estrategia global de atención médica de emergencia en toda población urbana susceptible de verse sacudida por un sismo. Los programas actuales para atender víctimas de terremotos se fundamentan en servicios hospitalarios o en brigadas ad hoc, que con frecuencia son rebasadas por la magnitud del desastre.
El tiempo de respuesta en una situación de urgencia es crítico. La experiencia en Asia y Europa ha demostrado que el 90 por ciento de los que sobreviven a un temblor son aquéllos que han sido rescatados antes de 24 horas. La mortalidad por ahogamiento o hemorragia aumenta exponencialmente después de las primeras seis horas bajo los escombros. Estas mismas seis horas son decisivas para salvar a los enfermos más graves, sobre todo los que sufrieron maceraciones, quemaduras o fracturas múltiples. Por tanto, los servicios asistenciales que tardan dos o tres días en adecuarse a la catástrofe son completamente obsoletos. Más aún como ocurrió en México el 19 de septiembre de 1985, los propios hospitales pueden quedar destruidos y con ello la merma en la atención médica se agrava.
La propuesta del artículo que se comenta radica en simplificar las fases de respuesta de emergencia ante la eventualidad de un terremoto: Fase 1) Los médicos locales evalúan instalaciones (escuelas, oficinas públicas, supermercados), que pueden servir de centros de ayuda y jerarquizan al personal paramédico disponible en la zona afectada. Fase 2) Se establece un diagrama de flujo de tratamiento para pacientes críticos y conexiones con los servicios de emergencia disponibles a distancia razonable, con capacidad básica para atender 20 a 25 personas durante 24 horas. Se integra y organiza la red de voluntarios. Fase 3) Se designan puntos de referencia para damnificados en espacios amplios (centros comerciales, parques) bien comunicados y separados entre sí por 10-15 kilómetros. Desde aquí y bajo estricta dirección médica, se canalizan a los pacientes más graves y se difieren los casos que pueden esperar un tratamiento diferido. Con esta estrategia secuencial, las brigadas de apoyo se sectorizan y se les asignan tareas concretas; los cuerpos de seguridad gubernamental pueden dedicarse a proteger contra el pillaje y a coordinar las labores de rescate, con lo que pueden y deben prevenirse muchos decesos.
Nuestra historia reciente es mucho menos grata. Las ciudades de México han crecido si acaso con entropía, desmesuradamente y sin planificación alguna. Carecemos de un sistema asistencial de acción rápida para desastres, pese a que nuestro país se halla inmerso entre dos cinturones sísmicos, persistentemente inquietos y desafiantes. Pocos ciudadanos sabrían qué hacer frente a un desastre, como el que nos despertó aquella mañana aciaga de septiembre. Muy pocos sabríamos cómo orientar a la población civil, cómo organizar a nuestros vecinos en medio de la tormenta de polvo y los escombros. Así, mientras sigamos presos de esta indolencia, sin exigir los cambios y las precauciones que demanda una sociedad planificada, escuchando crujir paredes sin prepararnos para ``el que viene'', la inseguridad seguirá acechándonos y no habremos aprendido siquiera las lecciones más elementales de la Naturaleza.
1. New England Journal of Medicine. Febrero 15 de 1996.