Hoy hace un año, en el vado de Aguas Blancas, Guerrero, 17 campesinos fueron asesinados por agentes de la policía de ese estado. En los días y semanas siguientes, el Ejecutivo estatal, encabezado entonces por Rubén Figueroa Alcocer, se empeñó en convertir a las víctimas en agresores. La matanza conmocionó a la opinión pública e indignó a la sociedad. Los intentos por ocultarla trastornaron, además, el panorama político guerrerense y nacional hasta el punto de que Figueroa Alcocer tuvo que abandonar el cargo, y obligó a intervenir en el caso a los poderes Ejecutivo y Judicial de la federación.
Los saldos de Aguas Blancas son múltiples, diversos y algunos no necesariamente negativos, a pesar de la tragedia y de la ofensa. Este crimen del poder permitió constatar, por ejemplo, que la sociedad mexicana no está dispuesta a tolerar abusos de autoridad de semejante tamaño. Demostró, también, la existencia de una nueva actitud ante las autoridades en la generalidad de los medios impresos y electrónicos, los cuales reseñaron y documentaron la agresión en forma profesional y comprometida con la verdad. Por su parte, el Poder Judicial se vio obligado a enfrentar una enmarañada situación legal. Ayer mismo, el pleno de la Suprema Corte de Justicia ratificó que en el paraje guerrerense hubo graves violaciones a los derechos individuales y reclamó una conducta oficial, por parte de todos los poderes públicos, para hacer justicia en torno a tales violaciones.
Sin embargo, y a pesar de que varios funcionarios y agentes policiacos han sido procesados por su participación en la matanza, el Congreso y los tribunales de Guerrero han impedido que sean procesados quienes, a la luz de la abundante documentación sobre el caso, aparecen como los presuntos responsables intelectuales de la agresión: el ex gobernador Rubén Figueroa Alcocer y varios de sus principales operadores políticos.
Permitir que permanezca esa impunidad y evitar que se esclarezcan a fondo, ante un tribunal, las responsabilidades de Figueroa y sus colaboradores, sería atentar gravemente contra la moral de la nación. El señalamiento de la Suprema Corte de Justicia debe ser atendido por todos los ámbitos del poder público. El hacer justicia a los 17 asesinados, a sus familias y al conjunto de los campesinos guerrerenses, es hacer justicia a México. De no actuarse así, se alentarían las de por sí graves tensiones políticas y sociales en que viven extensas regiones rurales de Guerrero, se impulsaría la crisis de credibilidad que padecen las instituciones y se daría un paso deplorable hacia la reactivación del México bárbaro.