Al repudio de la dirección nacional del Partido de la Revolución Democrática y de Cuauhtémoc Cárdenas ante la irrupción en una manifestación pacífica, en Guerrero, por parte de un grupo armado autodenominado Ejército Popular Revolucionario (EPR), se han sumado declaraciones de destacados representantes del Partido Acción Nacional, del Partido Revolucionario Institucional y, sobre todo, de la más alta jerarquía de la Iglesia católica mexicana. Todos ellos coinciden en separar a dicho grupo de los movimientos campesinos e indígenas organizados en la sierra de Guerrero y de las manifestaciones de violencia en los estados de Chiapas y Tabasco que dicen los obispos son ``síntomas claros de descontento social'' y requieren reforzar la búsqueda de la paz y de la reconciliación con justicia y dignidad. La cautela misma del subcomandante Marcos, del Ejército Zapatista de Liberación Nacional y las opiniones de dirigentes sindicales, como el del STUNAM, toman distancia de este nuevo hecho que agrava la tensión ya alta existente de modo crónico en Guerrero y obligan a deslindar claramente las acciones de este tipo de las causas sociales y económicas de la creciente violencia que afecta a nuestro país.
En efecto, si en algunas regiones hay margen para todo tipo de provocaciones y hasta para la circulación de grupos armados de narcotraficantes, es porque existe un caldo de cultivo que las hace posible. Si alguien busca retardar o impedir el diálogo con el EZLN en busca de la paz (o, incluso, debilitar a esa organización), cortar las alas a un movimiento campesino legal, atemorizar a los indígenas y concentrar en las zonas ``problemáticas'' la represión estatal, ese alguien se monta sobre un proceso real, que intenta desviar. Es obvio que, para que se trate de provocar un aborto, tiene que existir previamente un embarazo.
No importa si lo del EPR ha sido o no ``una pantomima'' ni si entre quienes siguen creyendo en el infernal concepto del ``cuanto peor, mejor'' y apostándole a la violencia, hay o no agentes de quienes desean imponer en nuestro país un régimen que permita llevar a sus consecuencias últimas una política que ha condenado al hambre a casi la mitad de la población y que, lógicamente, provoca protestas y resistencias que en la democracia encuentran un cauce legal y que, sin ella, podrían ser aplastadas sin obstáculos de ningún tipo. Lo realmente importante es que vastas capas de la población consideran que el camino legal les es cerrado paulatinamente por la negación de justicia y que dentro del Estado mismo, que ven en disolución, hay grupos organizados que se contraponen.
Es urgente, por lo tanto, imponer por un lado la cordura y la búsqueda de una solución pacífica a los múltiples y crecientes problemas que aquejan a la población mexicana, sobre todo a los sectores marginados y, por el otro, hacer que llegue desde el gobierno una señal clara y unívoca que permita esperar el triunfo del diálogo, de la paz, de la justicia.