Una de las expresiones crecientemente visibles de la crisis económica de México es la incapacidad de una parte muy grande de la población para pagar sus deudas. El gobierno administra la situación como si se tratara de una cuestión de iliquidez que se resolverá cuando crezca la economía. Esto puede significar estar posponiendo el reconocimiento de una condición de insolvencia en la que están muchos agentes económicos. La incapacidad de pagar se extiende a los deudores de la banca para los que fueron creadas las UDIS y luego el ADE y que comprenden a usuarios de tarjeta de crédito y a empresas que contrataron préstamos para producir. Abarca también a los que deben hipotecas y para los que se creó el ADE-2, a los productores agropecuarios que iniciaron el movimiento de El Barzón y ahora incluye a los deudores de impuestos que han orillado a la Secretaría de Hacienda a reconocer que no les puede cobrar y a arreglarles un programa de cancelación de recargos por sus pagos atrasados. Esto en el marco de una caída de 12 por ciento en los ingresos tributarios en el primer trimestre de 1996. La gestión fiscal se ha encargado de matar a las gallinas que ponen los huevos y ahora falta ver si las puede revivir.
Esto quiere decir que cada día debe aceptarse que la situación de empresarios y consumidores se agrava con el paso del tiempo y no se mejora, tal y como pretende la expectativa creada por el gobierno. Este mantiene su diagnóstico sobre la situación financiera y económica, y también sobre las políticas para enfrentarla. Nadie podría creer que se saldría tan airosa y rápidamente de una crisis de la magnitud que estalló a fines de 1994, como proclaman las autoridades económicas. Los resultados macroeconómicos que se insiste en mostrar como éxito del plan de ajuste son muy magros y representan muy poco con respecto a la recuperación de la salud de los deudores. Esta economía aún está en medio de conflictos muy profundos y una forma de su manifestación es la frágil situación financiera que incluye, por supuesto, a deudores, pero también a instituciones bancarias que están muy lejos de cumplir con la función económica que justifica su existencia prestar para acrecentar la riqueza nacional, y al propio gobierno que cada vez tiene que destinar más recursos para evitar la crisis financiera y ahora hasta compromete más de los recursos fiscales. En la Economía, como se sabe, todas las acciones que se emprenden representan costos, cuando menos costos de oportunidad al emplear los recursos en un uso en lugar de otro. Los costos en que hoy se incurre son más difíciles de justificar en términos técnicos, espacio privilegiado de los encargados de la política económica, y en términos sociales, donde los responsables cada vez pueden justificar menos los severos impactos de la crisis y defender la eficacia de los programas que administran.
La trampa en que se está metiendo la política económica consiste en persistir en mantener las condiciones recesivas de la economía, especialmente en cuanto al mercado interno, para sostener el plan de estabilización. Inflación, tipo de cambio y tasas de interés se moverían para arriba ante cualquier impulso generado por la demanda interna. Ello explica el deprimido nivel de la inversión y del consumo privados. Pero para recrear las condiciones de pago de los deudores, para evitar la insolvencia y el colapso de los bancos y de las finanzas públicas es necesario que la economía crezca y se generen ingresos para la población en sus diversas actividades. Mantener este muy precario equilibrio será cada vez más difícil y mientras se pospone una acción decisiva que acepte los costos que involucra será más gravoso el programa económico en curso. El mercado no se va a sanear con la política de restricción aplicada por Hacienda y el Banco de México, igual que no lo logró con las políticas de liberalización y reforma de los dos sexenios anteriores. Y esto no significa que se esté en contra de una economía de mercado. Los mecanismos que esta opción política supone que operan no lograrán hacerlo en la estructura que prevalece en la economía mexicana, cada vez más concentrada en términos de propiedad, riqueza e ingreso, y desarticulada en cuanto a la capacidad de producir en el marco del énfasis que se ha dado al sector externo.
La paradoja de esta economía es que en medio de la depresión que la caracteriza se está evitando que se sobrecaliente, que la demanda tan reprimida, al ser destrabada provoque la inflación. Pero se va a sobrecalentar a muy bajas temperaturas que no harán que consumidores, empresas y bancos empiecen apenas a sentir templado el clima. La única manera de evitar la crisis de insolvencia es preparar a los deudores para enfrentar sus compromisos de pago. Esto no se está haciendo y lo que hay son remiendos fiscales que no aguantarán la presión del deterioro económico general. Sólo se puede preparar a un deudor para pagar reconstituyendo las condiciones a partir de las cuales deriva sus ingresos y acumula riqueza, y es claro que los programas que se aplican no se dirigen a este fin. Será inevitable replantear los costos que significa salir de esta crisis con mínimas posibilidades de que no sea efímero y que este país salga de más de 15 años de un práctico estancamiento productivo y de acumulación de la pobreza. En la Economía no hay milagros y todas las opciones tienen finalmente un claro contenido político.