MAR DE HISTORIAS Cristina Pacheco
La doble víctima
La única vez que Diana apareció en el noticiero dijo que no recordaba nada: ninguna seña particular y mucho menos el nombre de su agresor, aunque él la obligó a repetirlo varias veces en el segundo ataque. Fabián supuso que ella fingía, aplaudió la habilidad de la muchacha para hacerlo y acabó por interpretarla como un gesto de complicidad que lo halagó.
La agradable sensación fue diluyéndose al paso de los días en que Fabián esperó inútilmente ver en los noticieros otras referencias al caso de ``La doble víctima''. Apenas esta mañana, al abrir el periódico de nota roja que acostumbra leer, encontró en las páginas centrales la fotografia de Diana: ``Teme un nuevo ataque''. No leyó nada más. Se concentró en la imagen de Diana hasta que el periodiquero lo interrumpió: ``Esos tipos merecen la muerte ¿no cree?'' Se limitó a sonreír, dobló el diario y con él bajo el brazo caminó hasta la terminal.
Durante las horas de trabajo sintió la tentación de abrir el periódico. Lo contuvo el temor a nuevas interrupciones y prefirió esperar a la noche, cuando volviera a su casa, para leer las declaraciones de Diana. ``Teme un nuevo ataque''. Conforme avanzó en la lectura fue acrecentándose el disgusto hasta que arrojó el diario al suelo. ¿Cómo era posible que se publicara tal cantidad de falsedades? Responder a esa pregunta le importó menos que interpretar las equivocaciones de Diana. Recogió las hojas dispersas y se encaminó a la recámara.
Fabián vence la repugnancia que le produce mirarse al espejo y se detiene frente al trocito irregular que cuelga en la pared. La luz que llega de fuera es insuficiente. El hombre retrocede y mueve el interruptor junto a la puerta. Los setenta y cinco vatios del foco desnudo lo bañan y lo distinguen de la ropa húmeda colgada en el lazo que va de una pared a otra.
De vuelta frente al espejo Fabián se mira como no lo hace cuando se afeita. Aun bajo la raquítica luz él puede ver su cabello abundante, las cejas negras, la piel oscura; mientras recorre con el índice la cicatriz que se prolonga desde el párpado inferior hasta la comisura derecha de los labios, recuerda la declaración de Diana: ``Pues no, no me decía nada. Todo el tiempo estuvo riéndose, como burlándose. Es un mal hombre, un loco: tienen que detenerlo para que no les haga nada a otras mujeres''.
``Otras mujeres'', dice Fabián mientras se ahoga en el resentimiento. Si la errónea descripción que Diana hizo de él le molesta porque es la prueba de que en realidad jamás lo vio --``Me ordenó que mantuviera sus ojos clavados en los suyos...''--, la última frase declarada le resulta intolerable después de todo lo que él ha hecho por Diana y de haber permanecido fiel a su recuerdo. ``Otras mujeres'', repite Fabián con una sonrisa amarga. Desde luego que él habría podido encontrarlas hasta sin proponérselo; están por todas partes: pudo haberlas tomado con la facilidad con que robaba las frutas del huerto vecino al solar de Cándida, su madrina. Dejó de hacerlo cuando ella decidió quitarle la costumbre golpeándolo brutalmente en la cara.
En el hospital de zona adonde tuvo que llevarlo para que lo atendieran, Cándida dio una versión que Fabián no se atrevió a desmentir: ``Se cayó de una barda. Tiene vicio de treparse por todas partes y yo no tengo tiempo para andar cuidándolo. Con este muchachito he sufrido más que con mis hijos; por eso ya me urge que regrese su madre a recogerlo''.
Las palabras y el llanto de Cándida fueron tan convincentes que cuando el médico le hizo la última curación a Fabián le aconsejó: ``Pórtate bien. Esta vez la travesura te costó una cicatriz: la próxima puede salirte mucho más cara''.
Veinticuatro años separan a Fabián de la mañana en que dejó el hospital de zona y desde entonces no ha dejado de recriminarse su silencio. ¿Por qué no dijo la verdad? ¿Por qué no se atrevió a denunciar la fiereza con que su madrina acostumbraba golpearlo hasta que llegó al extemo de romperle la cara? Por miedo a perder el poquito cariño que ella le tenía y sobre todo a que pudieran llamarlo mentiroso. Fabián odia las mentiras desde que oyó en labios de su madre la primera: ``Dentro de quince días regreso por tí y entonces ya nunca volveremos a separarnos''.
Su madre jamás volvió y él tuvo que seguir adelante solo, amparado en la sombra de aquella gran mentira. Entonces era un niño indefenso y se vio obligado a aceptar la situación; ahora es un hombre, tiene derecho a la verdad y la hará valer, aunque pueda costarle una cicatriz más honda que la que marca su rostro.
Fabián siente las gotas que entran por la ventana, ráfagas de aire frío y húmedo le provocan leves temblores; sin embargo no se atreve a moverse: teme que se desordene el plan diseñado en su cabeza y sólo queda una visión rota, semejante a las que veía, cuando era niño, en el fondo de su caleidoscopio.
Desde que tuvo el accidente prefirió quedarse atisbando por el ojo de su único juguete en vez de reunirse con niños que le ponían feos sobrenombres. Su retraimiento agradó a su madrina; sin embargo Cándida lamentó muchas veces no haberle aplicado antes el correctivo porque eso le habría ahorrado sobresaltos, disgustos y la vergüenza de que sus vecinos fueran a gritarle: ``A ver si controlas al muchachito ese: ya volvió a meterse a la huerta''.
En aquellas ocasiones y ante los acusadores, Cándida lo abofeteaba y profería ameanzas horribles. Fabián apenas sentía el dolor, ofuscado por la vergüenza y la rabia de saberse incapaz de decir la verdad: ``Me da bien poquito de comer: tengo hambre''
Un trueno destruye los recuerdos de Fabián, se hacen más grandes las gotas que lo salpican; podría ahorrarse la molestia con sólo cerrar la ventana. No puede. Lo inmoviliza el peso de las acusaciones que han caído sobre él, con la tenacidad de la lluvia, a lo largo de su vida. Ninguna le parece tan injusta y cruel como la de Diana: ``El tipo es un enfermo, un cínico: todo el tiempo estuvo sonriendo, como si se burlara de mí. Creo que está loco''.
``Traidora, mentirosa'', repite mientras acaricia la página donde están el retrato y las declaraciones de Diana: ``Me obligó a tener los ojos abiertos, dijo que si los cerraba me mataría. Fue horrible''. ``¡Mentirosa!'', repite Fabián, dulcemente estremecido por el recuerdo del instante en que sus miradas se encontraron. Desde entonces él vive prisionero de Diana; no ha olvidado su olor, la forma de su boca. Ella, en cambio, lo recuerda como un ser abominable y ni siquiera percibió la suavidad con que él profirió la amenaza: ``¡Te mato, perra; te juro que te mato!''
Fabián salta de la cama y corre al espejo. En la penumbra sólo ve su silueta y ante ella se confiesa: ``Se lo ordené porque no hallé otra forma de que me viera. Le mentí, es cierto; pero ella también: obedeció únicamente para engañarme. A mí, a mí, que he pasado meses enteros siguiéndola, adorándola, deseándola sin pensar en otras mujeres''. De un puñetazo rompe el espejo, da media vuelta y regresa a su cama. Se sienta en la orilla, como cuando era niño y hacía de cualquier rincón un refugio para mirar su caleidoscopio. Es su único juguete; encontró mil figuras, pero nunca la anhelada: el perfil de su madre.
La fatiga lo vence. Fabián se acuesta. No quiere dormir, sólo concentrarse en su plan: mañana se entregará. Lo tomarán por exhibicionista o loco hasta que pronuncie el nombre de Diana y exija que ella se presente a identificarlo. Después del careo jamás volverá a verla. El sacrificio valdrá la pena. Ella acabará por comprender que el gesto depravado que vio en su rostro es una cicatriz: que la sombra de locura que percibió en sus ojos era simplemente el brillo de la pasión final.