La Jornada Semanal, 30 de junio de 1996


La cuestión indígena:
Más allá del Estado-nación?

Gustavo Esteva

Gustavo Esteva, uno de los más notables especialistas en el tema indígena, ha publicado una docena de títulos, entre los que destacan Crónica del fin de una era y La batalla en el México rural. Además, es colaborador del diario Reforma, asesor del EZLN y miembro de diversas organizaciones independientes, tanto locales como internacionales. Aquí, Esteva se interroga a sí mismo sobre los puntos más álgidos de la cuestión indígena. Iniciamos con este número de La Jornada Semanal un debate sobre un asunto de indudable trascendencia para el país.



Cómo definirías actualmente la "cuestión indígena"?

Tenemos que celebrar un nuevo pacto social que incluya a los pueblos indios y formular, junto con ellos, un nuevo proyecto de nación. Vista así, es una cuestión enteramente novedosa, aún para los pueblos indios. La idea es vieja como los cerros, y esos pueblos lucharon incesantemente por ella. Pero sólo ahora dieron a sus demandas una nueva forma política y encontraron el eco apropiado.

El régimen que adoptó México desde su fundación excluyó a los pueblos indios. Los Constituyentes de 1824 los vieron como "tribus", en el mismo plano que los países extranjeros. Dijeron que en la Constitución no hacían "sino seguir, paso a paso, el ejemplo de la República feliz de los Estados Unidos de Norteamérica". Poco han cambiado nuestras élites desde entonces, incluso las demandas de la Revolución. No han podido pensar una forma política y social que verdaderamente incluya a los pueblos indios; mucho menos impulsarla y organizarla. Ahora tenemos que hacerlo.

No estás exagerando? No ha sido el indigenismo una forma de incluirlos? Nadie se plantea echarlos del país o exterminarlos.

Tienes razón, pero incorporarlos o asimilarlos no es lo mismo que incluirlos. Bajo diversos pretextos, como la Providencia, la nacionalidad, la ideología o el amor, nuestros indigenismos tuvieron un sólo propósito: negar a los pueblos indios, disolverlos. Unas veces lo hicieron hasta la tentación del exterminio; otras, desconocieron lo que son y quieren ser; otras más, quisieron insertarlos forzadamente en un modo de ser que no es el suyo... para su propio bien. Pero siempre se les negó.

Todos los indigenismos, hasta el actual, reflejan la incapacidad de aceptar la otredad radical de los pueblos indios y su derecho a la libre determinación cultural. Todos tienen la vocación colonizadora y culturicida que viene con la obsesión de incorporarlos: hasta los más generosos y abiertos, que revelan sincera preocupación por la condición a que se les ha condenado, quieren transformarlos en lo que no son, asimilándolos a una definición homogénea de lo nacional, bajo el supuesto de que eso será mejor para ellos y para la nación.

Y no es mejor? No necesitan ser iguales a todos los mexicanos? No lo requiere la unidad nacional y la justicia social? Lo que no queremos es crear una sociedad de castas, con derechos especiales.

Lo necesita el Estado, no la gente. El principio de igualdad individual es bueno para los grupos privilegiados, pero fomenta la desigualdad. Sólo habrá unidad nacional y justicia social cuando aceptemos que somos diferentes y adoptemos, para convivir, el supuesto de la igualdad entre culturas.

No basta tolerarnos. La tolerancia es sólo una forma civilizada de intolerancia: supone rechazo del otro, de quien no es como debe ser; se le tolera, pero no se le acepta. Necesitamos hospitalidad: abrirnos al otro, admitir que existe en su diferencia y reconocer su lugar con espíritu hospitalario.

En diversos foros se ha estado proclamando el fin del indigenismo. Crees que le ha llegado su hora? Cerraremos el INI?

Creo que ha llegado, al fin, la hora de los pueblos indios. No lo aceptarán con facilidad las élites ni aquellos que Monsiváis llamó "los primera generación de norteamericanos nacidos en México". Atados a una visión mal meditada de sí mismos y de los demás, viven la heterogeneidad como amenaza. Aceptar al otro desnuda su propia condición, su vacío cultural. Lo revela bien uno de sus argumentos: "Si se reconoce a los pueblos indios, qué somos todos los demás?"

Es una curiosa paradoja histórica que haya sido este gobierno, tan empeñosamente encaminado a culminar la obra destructora de sus antecesores, el que ha cavado la tumba del indigenismo. En San Andrés asumió un compromiso formal y público, al adoptar respecto a los pueblos indios la posición más avanzada de la historia de este país. Pero esta posición es fruto de una negociación compleja y forzada, no de convicciones generales de la administración. El discurso del Presidente Zedillo, ante los resultados de la Consulta Nacional, muestra ya un deslizamiento conceptual que implica un retroceso. Y falta ver lo que ocurrirá en las Cámaras al traducir los acuerdos en leyes. Me temo que resurgirán prejuicios arraigados y que se intentará dar marcha atrás a lo acordado. San Andrés se adelantó a las percepciones de muchos mexicanos, educados en la visión excluyente de los pueblos indios. Para ellos, los acuerdos casi son traición a la Patria: consideran aberrante que un mero asunto de "desarrollo", para combatir miseria y marginación, resulte cuestión política de tan largo alcance. No será fácil enterrar el indigenismo. Pero creo que hemos llegado al punto en que se hará imposible dejarlo vivo.

Por qué crees que el reconocimiento de los pueblos indios es visto como amenaza o aberración? Yo veo más bien impaciencia o indiferencia ante la prolongación del conflicto en Chiapas.

La amenaza es real: significa liquidar privilegios de toda índole. En algunos casos, es una amenaza cumplida. Basta ver la reacción de la oligarquía chiapaneca: siente que la nación entera está al asalto de su castillo feudal. "Somos escenario de diversión del país", dijo hace unos días Walter León, el coordinador de la diputación del PRI por Chiapas; "la sangre se está calentando[...] y los chiapanecos estamos reflexionando[...] separarnos de México". No se trata, por desgracia, de locura temporal o simple torpeza. Refleja el ánimo de quienes fueron privados de sus privilegios de casta para explotar sin interferencias hombres y tierras. Destruyeron la Selva Lacandona, crearon un lío agrario inenarrable y cometieron genocidio sistemático. Hasta hace poco, los indios tenían que bajarse de la acera para ceder el paso a esta gente. Aún hoy, no faltan los que te dicen que Chiapas era un paraíso, con indios dóciles y bien domesticados, hasta que llegó el obispo Ruiz y otros enviados de Satán a echarlo todo a perder. Son los mismos que parecen dispuestos a todo, con sus grupos paramilitares, para recuperar lo que perdieron. Creo que más que sus tierras y su ganado, están ansiosos de recuperar el trono que usurpaban.

Este grupo da pena ajena y ya no consigue el apoyo que demanda. Pero pueden ser peores los educados, incluyendo a algunos intelectuales, que de pronto han mostrado el cobre: creo que por primera vez está tomando forma articulada y pública el racismo que mantuvimos soterrado a lo largo de toda nuestra historia.

Existe realmente racismo en México?

El racismo es siempre aberrante, y en México parece históricamente imposible. Todos somos mestizos. Aquí no hay cabida para "limpiezas étnicas" de ninguna índole. Aplicar al hombre la noción técnica de raza es una insensatez perversa y enfermiza. En México, es simplemente ridículo, hasta como lema universitario.

Aun así, existe una forma de racismo, manifiesta en toda suerte de expresiones. "No seas indio" sigue siendo una forma de insulto. Pero el desprecio por lo indio, siempre presente, fue hábito de clase y manía cotidiana más que toma de posición. Ahora, sin embargo, está surgiendo una actitud de corte racista. Tenemos ya varias generaciones de televidentes educados en estereotipos racistas; estamos pagando el precio de haberlo consentido. Además, la profundidad actual del movimiento indio sacude no sólo al sistema político, sino algunas creencias fundamentales de los mexicanos. Si no ampliamos con eficacia el debate público del asunto y si no conformamos un diálogo nacional, entraremos en divisiones y confrontaciones en extremo peligrosas.

Existe entre algunos la impresión de que las negociaciones de San Andrés no llevan a ninguna parte. Cuál es el alcance real, político, de los acuerdos? No te parece que a final de cuentas son un asunto marginal de nuestra sobrecargada agenda política?

Más que los documentos, que son importantes, de San Andrés y del movimiento zapatista en general han salido y segurián saliendo consensos políticos de enorme trascendencia. Si combinamos los acuerdos, el Foro de San Cristóbal y la Cuarta Declaración, disponemos ahora de un conjunto de ideas y propuestas que unifican al movimiento indio y a muchos otros grupos en torno a una misma línea de acción política. No conozco otros documentos que posean en este momento semejante poder de convocatoria. Cuando adquieran plena expresión orgánica, lo que espero que ocurra pronto, alcanzarán un peso político decisivo.

Los acuerdos se traducirán en reformas jurídicas e institucionales que con seguridad serán insuficientes, pero servirán para crear espacios políticos en que los mexicanos podamos empezar a reconstruir nuestra sociedad y formulemos, por fin, un proyecto realmente nuestro y para todos. Apenas estamos empezando a transitar el camino que nos llevará a constituirnos de nuevo. Y creo seriamente que son mayoría los mexicanos que quieren hacer ese camino, no sólo los pueblos indios y los grupos radicales.

Bastará la cuestión indígena, aun respaldada por un movimiento vigoroso, para llevarnos tan lejos? No es ilusorio esperarlo?

No, no basta. Lo zapatistas lo saben bien. Han dicho que son mayoritariamente indígenas, pero no forman un movimiento indio ni pretenden encabezar el del país. En vez de atarse a un paquete de reivindicaciones locales o sectoriales, que el gobierno está ansioso por satisfacer, se definen por las causas de su levantamiento, que sólo podrán atenderse si cambiamos el país. Han sido y seguirán siendo catalizadores de fuerzas que alteran la composición existente. Articulan y encauzan con eficacia el descontento general y generan una nueva esperanza que se convierte, cada vez más, en fuerza política. Aunque el régimen tiene una increíble capacidad para impedir los cambios que hacen falta, creo que su capacidad de bloqueo está llegando a su fin. El trabajo que están haciendo los gestores de la crisis, además, ayuda vigorosamente a despertar a los dormidos y avivar a los inmóviles.

Pero no quisiera especular sobre lo que puede o no ocurrir, en un momento en que lo único que podemos dar por cierto es la incertidumbre. No tengo bola de cristal. De lo que estoy convencido es de que la cuestión indígena abrió nuestra caja de Pandora: sale ya, en todas direcciones, lo que ahí mantuvimos guardado. Hay de todo, bueno y malo, pero creo que predomina el aliento de un cambio radical y completo, que se combina, afortunadamente, con el deseo generalizado de alcanzarlo en forma pacífica.

En que estado se encuentra el debate sobre la autonomía?

En la confusión general. Fue un avance que el gobierno y los partidos aceptaran por fin el término y fue bastante lo que se logró en San Andrés. Pero falta mucho para que lo que ahí conseguimos se traduzca en efectiva comprensión del asunto y en realidades legales, institucionales y prácticas.

Hay una corriente que quiere encuadrar la autonomía en el diseño actual del Estado, mediante un régimen que transfiera a regiones autónomas competencias y facultades de otras instancias. Cree que es conveniente montarla sobre las espaldas del proceso de descentralización política y ajustarse a la tradición autonomista europea. El gobierno y los partidos parecen querer menos de eso mismo. Buscan también acomodar la autonomía al diseño actual, pero acotando la descentralización política y reduciendo las transferencias de facultades al mínimo posible. En este plano no hay diferencias fundamentales de concepción. Es asunto de regateo, donde se pueden encontrar fórmulas de compromiso.

Otra corriente que intenta apegarse al sentir de los pueblos indios, quiere también transferencias de facultades y competencias, pero quiere, sobre todo, que los pueblos indios dispongan libremente de espacios políticos y jurisdiccionales propios para practicar en ellos su modo de vida y de gobierno. Esta aspiración es incompatible con el diseño existente, e incluso con el formato del Estado-nación; sólo puede materializarse en un largo proceso de reconstrucción social y política desde la base. Por esa razón, no se busca ahora una decisión que establezca de golpe esa situación, lo que sería imposible, sino crear los espacios políticos para que los pueblos indios ejerzan su autonomía en un contexto menos rígido y hostil, para construir así, con otros mexicanos no indios, una nueva sociedad. Esta posición no sólo es inaceptable para el gobierno: le resulta enteramente incomprensible.

Cómo quedó la cuestión después de San Andrés?

Se rechazaron, paradójicamente, propuestas que caben sin dificultad en el diseño actual del Estado, y se sentaron bases, así sean limitadas, para avanzar por el camino que tiende a disolverlo. El caso de las regiones autónomas ilustra bien el enredo. La primera corriente exige que el régimen legal de autonomía establezca en la Constitución regiones autónomas como un nuevo nivel de gobierno, intermedio entre el municipio y el Estado, y que se le transfieran competencias y facultades suficientes. Esto fue rechazado de plano por el gobierno. Pero la parte gubernamental admitió en San Andrés algo que es aceptable para la segunda corriente: el derecho y la libertad, para que comunidades y municipios constituyan de hecho, por propia decisión, sus regiones autónomas, previa transferencia a aquéllos de facultades y competencias. Lo que esta corriente no logró en San Andrés es que la comunidad se convierta en la célula fundamental del sistema político, antes que el municipio, y que ambos adquieran un grado de autonomía, formal y práctico, mayor que el acordado. Me temo que el asunto se va a enredar todavía más en el proceso legislativo, antes de que empiece a aclararse, en la cabeza y en la práctica.

Se habló mucho del pluralismo jurídico durante las negociaciones. En qué quedó el asunto?

En el limbo. Se logró, que es bastante, respeto y reconocimiento para los "sistemas normativos internos" de los pueblos indios. A partir de ahí, tendríamos que avanzar necesariamente a un régimen jurídicamente pluralista que es incompatible con el del Estado-nación actual. Pero los abogados y los legisladores pueden dar otra interpretación al asunto y acomodar esos "sistemas normativos internos" en el marco jurídico actual, lo que tendría diversas ventajas prácticas inmediatas, pero es un paso en la dirección incorrecta.

El problema de comprensión en este asunto no es sólo del gobierno. La mayor parte de los abogados mexicanos, de cualquier ideología, todos ellos formados en la tradición unitaria del Derecho occidental, se resisten a reconocer concepciones jurídicas que contradicen los principios básicos de éste. Si las reconocemos, como exigen los pueblos indios, sin caer en cualquier forma de separatismo, tendríamos que estar dispuestos a un prolongado diálogo intercultural, para identificar las áreas de superposición o convergencia de las diversas concepciones del orden jurídico que existen en el país, y con base en ellas o por simple acuerdo definir las normas que asegurarán la coexistencia armónica de todos. Habríamos creado así un nuevo mundo, que es precisamente de lo que se trata. Es algo que no se hace de un día para otro, y mucho menos con golpes de mano. Pero es algo que estamos haciendo.

La autonomía, a final de cuentas, no es sino democracia esencial, la cosa misma, su raíz y destino: el poder en manos de la gente, poder del pueblo, poder popular. La palabra no es sino la traducción al español de demos, el pueblo, la gente, el ámbito de comunidad, y kratos, fuerza, poder. De eso se trata. De la democracia radical. Es una aspiración de los mexicanos, que los pueblos indios pusieron en nuestra agenda sin los eufemismos del gobierno y los partidos. Queremos un nuevo estilo político en que el poder esté realmente en manos de la gente, no de sus supuestos representantes y de los aparatos burocráticos. En eso consiste la autonomía que estamos impulsando. Conseguirla para los pueblos indios será obtenerla para todos.






La Jornada Semanal, 30 de junio de 1996

Imágenes de los indígenas

Natalio Hernández

Natalio Hernández, profesor y autor bilingüe en náhuatl y español, ha publicado, entre otros, los poemarios Así habló el ahuehuete, Canto nuevo Anáhuac, y diversos ensayos, entre los que destaca "La educación indígena: una utopía posible". Además, ha sido profesor del diplomado de Estudios Amerindios en La Casa de América de Madrid, jurado de las becas a escritores de lenguas indígenas del Fonca y subdirector del Programa de Lenguas y Literatura Indígenas del Conaculta. En este ensayo, Hernández propone romper con el círculo vicioso de las mutuas desconfianzas entre pueblos indígenas y sociedad no indígena, al tiempo que destaca el papel que los indígenas occidentalizados pueden desempeñar como interlocutores de ambos bandos.



Cada pueblo indígena cuenta con los elementos culturales que definen su identidad, su propia personalidad. Los nahuas, por ejemplo, en cada región, contamos con rasgos culturales que nos identifican como integrantes de la cultura propia. Uno de estos rasgos es la lengua.

Existen, además, otros elementos menos evidentes que denotan la pertenencia a la cultura local: las relaciones sociales comunitarias, el respeto a los mayores, a las tradiciones locales, a la tierra y a la naturaleza. Poseemos, también, una forma particular de concebir el mundo, así como el respeto al maíz, porque está ligado al ciclo vital del hombre.

Todos estos elementos culturales se transmiten y se interiorizan en la vida familiar y comunitaria. En los últimos años, sin embargo, la acción de la escuela, de las instituciones, de los medios de comunicación y, en general, de la sociedad más amplia, ha roto en gran medida con los roles sociales comunitarios que permitían la transmisión de los valores culturales propios.

Un ejemplo concreto de este fenómeno puede apreciarse en el ejercicio del gobierno local. Anteriormente, la autoridad la ejercían los ancianos, quienes elegían a las personas que mayores servicios habían prestado a la comunidad para el desempeño de algún cargo público. En este sentido, las formas de autoridad municipal, o externas, se adecuaban mejor a las decisiones y a las formas de gobierno comunitario.

En la medida en que la autoridad civil municipal se ha ido imponiendo en las comunidades nahuas de la región, se ha presentado una especie de vacío de autoridad local. Puede decirse que las autoridades comunitarias han abandonado las formas de gobierno tradicional y, por otra parte, no han logrado asimilar plenamente las formas de gobierno municipal.

A nivel familiar se presenta el mismo fenómeno. Hay un rompimiento o un distanciamiento entre los padres y los hijos que emigran a las ciudades a estudiar o en busca de trabajo. Aunque en muchos casos los jóvenes regresan a la comunidad, sus actitudes ya no corresponden a las de la cultura local comunitaria. Se resisten a hablar el idioma y su comportamiento denota una marcada influencia de la cultura urbana. En todo caso, reflejan un desarraigo cultural que daña y deteriora la cultura náhuatl local.

La escuela, por su parte, si bien no prohibe el uso de la lengua propia, tampoco profundiza en su estudio, conocimiento y desarrollo. Mucho menos pondera la historia local y regional, los valores culturales propios y la forma en que el pueblo náhuatl concibe el mundo y la vida. En este sentido, la escuela es como una cápsula inserta en la vida social de la comunidad que transmite conocimientos, valores y actitudes, que con frecuencia chocan con los de la cultura propia.

Por otra parte, las diferentes instituciones (de salud, de desarrollo, de gobierno, de cultura, etcétera) con frecuencia establecen la comunicación formal pero no logran desarrollar un verdadero diálogo con la comunidad para la instrumentación de los diferentes programas. Los intentos por llevar a cabo proyectos comunitarios han fracasado, a mi juicio, precisamente por esta comunicación limitada entre dos mundos culturales con contextos sociales distintos: los pueblos indígenas y la sociedad no indígena. La verticalidad en la concepción de los programas y la falta de técnicos que sean capaces de establecer un verdadero diálogo cultural comunitario para la definición de los proyectos, han ocasionado, en gran medida, estos desaciertos en la planeación del desarrollo de nuestras comunidades.

En los últimos 10 años, un nuevo fantasma ha penetrado en la vida interna de nuestros pueblos: la televisión. Si la sociedad mexicana en general se queja a menudo de que los programas son ajenos a nuestra realidad sociocultural, para las comunidades indígenas resultan todavía más enajenantes. No obstante, los jóvenes que trabajan en las ciudades con frecuencia regresan a sus pueblos cargando con gran emoción un televisor, muchas veces en contra de la opinión de los propios padres, quienes esperan, en todo caso, un apoyo económico para solventar sus necesidades cotidianas más apremiantes.

A pesar de este panorama poco alentador, hay signos de una posible sobrevivencia cultural de nuestros pueblos. Empieza a desarrollarse una nueva conciencia crítica en las nuevas generaciones que permite vislumbrar la confrontación de la cultura local con la cultura de la sociedad más amplia, para incorporar a la cultura propia elementos que contribuyan a su desarrollo. Este proceso, en el mediano plazo, permitirá encontrar estrategias de sobrevivencia cultural y de desarrollo de nuestros pueblos.

Nosotros y los otros

Desde mi infancia empecé a tomar conciencia de que era macehual, concepto que puede traducirse como hombre del pueblo, hombre náhuatl. "Macehual" no significa precisamente indígena, aunque con frecuencia se traduce como tal.

Toda persona extraña que llegaba a la comunidad vestida de manera distinta a nosotros y que no hablaba la lengua náhuatl era coyotl, "coyote". También se le designaba caxteltecatl, que significa "hombre de Castilla".

En realidad, dentro de la comunidad el concepto "indígena" no existe; es más bien una denominación externa. Usamos, como ya dije, macehual para autodefinirnos, para diferenciarnos de los demás: de los coyotes, de los hombres de Castilla.

En mi caso, tomé mayor conciencia de que era distinto al resto de la sociedad cuando ingresé como maestro bilingüe, en 1965, en la región náhuatl de la Sierra Norte de Puebla. Entonces percibí más directamente el rechazo y la discriminación de la sociedad mestiza. A los perros les llamaban bilingües para degradarnos y humillarnos como maestros. A raíz de este hecho, empecé a renegar de mi cultura, de mi lengua, de mi origen, de mi identidad.


Pueblos indígenas y sociedad nacional mestiza han caminado en forma paralela y asimétrica en nuestro devenir histórico, primero como colonia y más tarde como nación. Son dos realidades sociales que se tocan, se lastiman, pero se conocen poco.

Afortunadamente, años más tarde realicé lecturas que me ayudaron a comprender que pertenecía a un grupo social históricamente oprimido: los pueblos indígenas. Los condenados de la tierra, de Fanon; El retrato del colonizado, de Memmi; La pedagogía del oprimido, de Freire; La cultura como fundamento para el movimiento de liberación, de Amíclar Cabral, son algunos de los textos que contribuyeron a formarme una visión más amplia de mi realidad como miembro de una comunidad indígena.

En 1973, un grupo de colegas nahuas fundamos "Nechicolistli tlen nahuatlahtohua Masehualtlamachtiane" (Organización de Profesionistas Indígenas Nahuas, A.C.). En 1977, surgió la Alianza Nacional de Profesionistas Indígenas Bilingües, A.C.; fui el primer presidente de ambas organizaciones. Entre otros objetivos, nos propusimos crear un pensamiento indígena contemporáneo que superara la concepción paternalista del Estado mexicano y la sociedad nacional y, al mismo tiempo, demandara la participación de los propios indígenas en la definición e instrumentación de los programas educativos y de desarrollo. Recuerdo que muchos de los miembros de la organización, al principio, se resistían a aceptar la designación de "indígenas" o "indios", porque son conceptos impuestos que denotan nuestra condición de colonizados, marginados y discriminados. Sin embargo, las reflexiones y discusiones poco a poco nos fueron llevando a asumir el concepto de "indio" para enarbolar nuestro movimiento de reivindicación. Nos propusimos desgastar el término para darle un nuevo contenido: de lucha y dignidad. Empezamos a decir con orgullo: somos indios.

El movimiento nos llevó a reconocer nuestra verdadera identidad, a recuperar nuestro verdadero rostro, nuestro propio nombre. Continuamos usando convencionalmente los conceptos "indígena" e "indio", conscientes de que no nos denominan, ni denominan a nuestros pueblos. Son categorías coloniales que marcan nuestra relación desigual con el resto de la sociedad.

De esta manera, se fue dando una conciencia colectiva para buscar en nuestros propios pueblos el concepto que define nuestra verdadera identidad. Dentro de este proceso, los otomíes del Valle del Mezquital sentenciaron: nosotros no somos indios ni indígenas, somos ñahñu; el otro, el mestizo: nbeeje. En los últimos 10 años, sobre todo, cada pueblo ha reafirmado su propia conciencia de pertenencia y de identidad, que ha estado presente en la memoria colectiva de la comunidad. Los mixtecos se reafirman actualmente como ñuusavi; a los otros, los extraños, les llaman to'o; los yaquis se reconocen como yoreme, los otros son yoris; los zapotecos, binizá, y los otros, los mestizos, los ladinos, los fuereños,dxu'.

Como puede apreciarse, la reafirmación de las identidades particulares de cada pueblo indígena superará no sólo la denominación colonial de indio o indígena, sino la caracterización antropológica y lingüística de mazatecos, zapotecos, mixtecos, chinantecos, tlapanecos, huastecos, etcétera, que en muchos casos son más bien gentilicios nahuas que no definen necesariamente la identidad del grupo.

Juicios y prejuicios

Pueblos indígenas y sociedad nacional mestiza han caminado en forma paralela y asimétrica en nuestro devenir histórico, primero como colonia y más tarde como nación. Son dos realidades sociales que se tocan, se lastiman, pero se conocen poco. En este proceso, a nuestros pueblos les ha tocado, ciertamente, cargar con la peor parte; no sólo han soportado el peso de la explotación, sino que muchas veces les ha sido negada su condición humana y han sido despojados de su identidad cultural.

Con frecuencia, se tiene una imagen estereotipada de nosotros: los tontos e ignorantes, indiferentes, que no sabemos hablar el español y nos resistimos al cambio y a la modernización. Pareciera que en el subconsciente de la sociedad mexicana se mantienen vivos los juicios y prejuicios de la Colonia que justificaron la discriminación, la evangelización y la explotación de nuestros pueblos.

Por otra parte, existe una imagen mítica de los indígenas en tiempos prehispánicos: constructores de grandes pirámides, conocedores de las matemáticas y el registro del tiempo, notables guerreros; audacia y nobleza reflejada en Cuauhtémoc, el joven abuelo; todo ello ratificado por la historia oficial, que fundamenta la conciencia nacional de los mexicanos. Sin embargo, esta imagen se presenta de manera ahistórica y acrítica, sin ninguna vinculación con la presencia contemporánea de nuestros pueblos en el contexto de la sociedad cultural.

En ciertos sectores de la sociedad mexicana también se percibe a los pueblos indígenas como algo extraño, exótico; como parte de un mundo lleno de colorido por los trajes, las danzas, la música tradicional, las artesanías. Con frecuencia se piensa y se propone: "hay que ayudarlos y protegerlos porque enriquecen la diversidad cultural de México". Pocas veces se nos considera como iguales, como mayores de edad, en última instancia como mexicanos con los mismos derechos y obligaciones; se nos intenta tratar como menores de edad que necesitáramos protección.

Estos juicios y prejuicios cobran particularidades distintas en cada región del país. En la Huasteca, por ejemplo, para la sociedad ladina local, todas las personas que bajen de los pueblos circunvecinos son compadritos, inditos, pobrecitos, tontitos. Caminamos por las calles de la ciudad como extraños en una sociedad que también nos pertenece, que la alimentamos con nuestros productos y la sostenemos con nuestra fuerza de trabajo.

Carlos Montemayor, en alguna parte de su obra Los tarahumaras, pueblo de estrellas y barrancas, nos dice que:

En contraparte, los tarahumaras están convencidos de que su misión en la vida consiste en ofrendar a los dioses, y con sus danzas y ritos convertirse en los hijos que caminan arriba para el sostenimiento del mundo. Con sus propias palabras nos dicen: "Nada ofrendan a Dios los blancos. Por eso se dice que los blancos proceden de abajo, porque comen sin hacer ofrenda a Dios. Con este pensamiento viven los tarahumaras, siempre viven ofreciendo a Dios cosas buenas; por ejemplo, maíz bueno, no podrido, y otro tipo de cosas que no estén descompuestas."

Por otra parte, también es cierto que muchos de estos juicios y prejuicios se deben a la desinformación que existe en la sociedad mexicana. En algún momento de la lucha por conquistar el reconocimiento a nuestra diferencia cultural, que he relatado en párrafos anteriores, nos reunimos en el Centro Interamericano de Estudios de Seguridad Social, espacio concebido para congresos nacionales e internacionales. Si bien nuestro evento tenía carácter nacional, los delegados eran personas humildes, en su mayoría maestros bilingües, español-lenguas indígenas. Las edecanes que nos recibieron y atendieron también eran bilingües, pero en idiomas extranjeros como el inglés, francés o alemán. Todas ellas estaban asombradísimas de encontrarse con otra realidad social que desconocían de su propio país. Manifestaban con interés que hubiera sido muy importante que en su formación profesional se incluyera el conocimiento de alguna lengua de México.

En efecto, gran parte del rechazo y menosprecio hacia las lenguas indígenas, consideradas como dialectos por la sociedad mexicana, se debe a la desinformación y desconocimiento que se tiene de ellas en particular, y de la cultura indígena en general.

Lo que hasta aquí he comentado se refiere a los juicios y prejuicios que la sociedad no indígena manifiesta hacia nosotros. Enseguida comentaré algunas actitudes que los propios indígenas manifestamos hacia los no indígenas.

En el caso de los nahuas, al mestizo se le considera coyote por su audacia, por su capacidad de mimesis, de engañar, de hurtar. Incluso, cuando alguno de los miembros de la comunidad se viste y se comporta de manera distinta a los patrones culturales propios, también se le denomina coyote; prácticamente se vuelve un extraño, porque ha caído en los malos atributos del coyote.

No siempre el coyote es malo. A veces establece el puente cultural, comunica las dos realidades sociales, conoce los caminos y los peligros, las cosas buenas y malas. A mi propia comunidad llegó un coyote, a principios de este siglo, y se arraigó: fue respetuoso de la tradición, de su trato con las personas de la comunidad y en general con la cultura náhuatl.

Muchos de nosotros, al salir de la comunidad y cuando regresamos tras determinado tiempo, la primera reacción es que ya nos volvimos coyotes. Sólo al observar nuestras actitudes y comportamiento, si son acordes a los patrones culturales de la comunidad, vuelven a considerarnos macehuales: hombres del pueblo, de la comunidad.

Estos y otros prejuicios tienen las comunidades nahuas de la Huasteca hacia la gente extraña, hacia los no indígenas. En cada región del país se presentan actitudes de rechazo hacia el no indígena, hacia el mestizo, hacia el blanco. Hace unos 10 años, una maestra de preescolar me comentaba que al impartir un curso en la montaña de Guerrero, sufrió un lamentable rechazo de la gente indígena de la región. Ella me decía muy indignada y triste: "Natalio, yo soy mexicana, no soy extranjera. Formo parte de esta tierra, no tengo la culpa de ser blanca. Así nací."

Una anécdota que ilustra el rechazo de los indígenas hacia los no indígenas es la siguiente: en una reunión de padres de familia, todos ellos hablantes del náhuatl o mexicano, el maestro les explicó: "todos nosotros somos mexicanos porque hablamos el mexicano"; los señores estuvieron de acuerdo. Enseguida afirmó que los coyotes o mestizos también eran mexicanos; los señores negaron tal afirmación.

Los indígenas de Chiapas llaman "caxtlán" al extraño y también al que los engaña, al que los explota. Seguramente la palabra proviene de la deformación de caxtilan, para referirse al castellano: persona venida de Castilla.

Históricamente, la relación de indígenas chiapanecos con el caxtlán ha sido tortuosa, llena de agravios y despojos. La obra de Jan de Vos, Vivir en Frontera, recoge esta historia de sufrimientos de los pueblos indígenas. Esta misma realidad y esta misma imagen del caxtlán se presenta en las diferentes regiones de México: el que despoja, el que explota, el que engaña, el que atraca, recibe diferentes nombres: chabochi, para los tarahumaras; yori, para los yoreme; coyotl, para los nahuas; turix, para los purépechas; nbeeje para los ñahñu; pero la actitud es la misma. Un testimonio recogido por Carlos Montemayor en la Tarahumara ilustra la actitud del chabochi, del coyote, del caxtlán. Habla la voz tarahumara:

Los juicios y prejuicios de uno y otro lado apenas empiezan a aflorar más abiertamente. El conflicto armado de Chiapas de enero de 1994, puso al descubierto las actitudes de aceptación y rechazo entre indígenas y no indígenas. Asumirlas, para superarlas, puede ayudarnos a encontrar el camino de la reconciliación pacífica, en lugar de las armas que nos destruyen y cancelan la integración plena de México como nación.

Buscando derribar los muros

El discurso oficial abusó del tema indígena: lo volvió folclor y lo transformó en ritual para la renovación del régimen cada seis años: la imagen de los indígenas ha servido, en última instancia, para darle el toque de mexicanidad al sistema político mexicano.

Pasada la efervescencia política, nuestros pueblos vuelven al anonimato, a la invisibilidad, al olvido. Cada seis años se viene repitiendo que la justicia al fin llegará a nuestras comunidades, que participaremos en la conducción de las instituciones que se vinculan con nuestros pueblos, compartiremos el poder, participaremos en las decisiones de los asuntos que nos atañen. Sin embargo, la realidad poco ha cambiado. Las movilizaciones de los pueblos indígenas, a través de nuestras organizaciones y, recientemente, el conflicto armado, han sido el único camino real para abrir el diálogo y la negociación.

No es mi intención negar y desconocer los espacios institucionales, académicos, incluso políticos, en donde se ha iniciado la participación indígena, pero esto es aún insuficiente. Falta, a mi juicio, llegar a un aspecto sustancial: el diálogo entre iguales, para planear juntos el proyecto de nuestros pueblos y el de la nación entera. Es necesario derribar, de una vez por todas, el muro de la incomprensión, de la desconfianza, de la simulación, de los prejuicios de ambos lados. Es urgente y necesario. Los problemas de nuestros pueblos no sólo se van a resolver con dinero, con recursos materiales, sino con una nueva actitud, una nueva relación, un nuevo trato de la sociedad nacional, de las instituciones y del Estado con los pueblos indígenas.

Por el momento, los indígenas aculturados, occidentalizados en apariencia, podemos servir de enlace, de puente, de interlocutores, para construir los vasos comunicantes entre las dos realidades sociales, los dos contextos culturales. Los muros de la incomprensión e incomunicación podrán derribarse más fácilmente si se trabaja desde ambos lados.

A las nuevas generaciones indígenas no se les debe exponer a que vivan el mismo proceso de rechazo y desarraigo que sufrimos nosotros, porque limita el desarrollo pleno de sus capacidades y potencialidades. La sociedad mayoritaria, por su parte, debe proponerse la formación y educación de sus propios miembros, para que también sirvan de puente, de vasos comunicantes hacia las culturas indígenas. No podemos seguir caminando juntos y, al mismo tiempo, ignorándonos, desconociéndonos y mutilándonos entre nosotros mismos como mexicanos. Nuestra energía debe servir para construir la sociedad mexicana del siglo XXI.

México reconoce en su Constitución política el nuevo proyecto de sociedad multiétnica, pluricultural y multilingüe. El reto radica en construirlo, volverlo realidad en la escuela, en el trabajo, en la calle, en los actos públicos; en fin, en nuestra vida cotidiana.