La Jornada Semanal, 30 de junio de 1996
Hagamos una evaluación antropológica de nuestro ser colectivo.
Somos comunidades dispersas de referentes vagos. Nuestro nombre genérico, tan vago como el resto de nuestros referentes, es "sociedad civil". No es muy apropiado porque entre nosotros los hay insociables y, con frecuencia, incivilizados. Nos caracterizamos por nuestra maniática resistencia a la institucionalidad deformada o por nuestro afán de crear instituciones de destino incierto. Somos heterogéneos. La colectividad que formamos es en buena parte producto de un arraigado individualismo: cada uno puede llegar a ser una célula. Porcentualmente, somos administradores mediocres, organizadores ineficaces y asistentes impuntuales. Solemos respetar el pasado y cargamos con el lastre del futuro. Más aún, crédulos en extremo, pensamos que el mundo tiene futuro. Somos radicales hasta en nuestro eclecticismo. Sin embargo, pensamos y, por ende, existimos, y existimos pensando, hablando y actuando, con profundo pesar de algunas fuerzas institucionales. La principal causa de nuestra subsistencia es que somos multitudes.
El que seamos muchos suele operar en contra nuestra, cuando esta característica aparenta ser un factor suficiente para la eficacia de nuestra participación en el mundo. El engaño nos aleja de la conciencia de que necesitamos coordinar, perfeccionar y agilizar nuestras acciones. Nos mantiene confiados ante fuerzas contrarias cuando hemos de enfrentarnos a quienes poseen la eficacia de una concepción práctica del mundo y, con mucha frecuencia, la visión puntual de un presente absoluto. Nos retrasa por minutos cuando la velocidad actual de los cambios exige una intervención al segundo.
No es suficiente, pues, ser muchos. Recapacitemos en pos de metas reales posibles en otros fundamentos de nuestra acción. Nos enlazan muy numerosos centros cohesivos. Pese a nuestra imprecisión como conjunto de comunidades, a nuestra heterogeneidad y a nuestra dispersión, nos aglutinamos transitoria o permanentemente gracias a nodos dispersos, de la más diversa naturaleza. Ni siquiera son nodos comunes, puesto que a la diversidad suelen sumar su especificidad. Son como los amarres en una gigantesca red tridimensional que forman, sin proponérselo, un todo comunicado. Estos nodos suelen adquirir cuerpo en los medios de expresión más variados: las concentraciones populares, la tribuna abierta, el libro, el artículo periodístico, la radio, la fiesta, el rito, la asamblea... muchos más. Muchos más, y entre ellos las revistas que, como Ojarasca, han sabido unir el pensamiento y acción de miles de mexicanos.
Todos o casi todos los aquí presentes conocemos Ojarasca. Algunos la vimos nacer y recibir el primer nombre de México Indígena. Hemos sido testigos de su historia, de cómo se dio en ella una fusión de voluntades; de sus esfuerzos y sueños, y de los enormes obstáculos que ha tenido que superar. Hemos seguido paso a paso sus logros y sus triunfos, nacidos sin duda del extraordinario trabajo de sus editores, pero también de la participación de sus lectores fieles, no pocos de los cuales hemos sido recibidos, de manera esporádica, transitoria o permanente como colaboradores.
Hoy vivimos un momento difícil de su historia. Ojarasca se fortaleció intelectualmente al convertirse, en un momento crítico de la vida de México, en un medio de expresión idóneo para la discusión de los grandes problemas nacionales. Lamentablemente, en los países en los cuales la democracia no pasa de ser un anhelo popular, el convertirse en un vocero intelectual fuerte puede significar la debilidad material. Es, precisamente, lo que ha pasado a Ojarasca. Como dijo Galileo: "Y sin embargo, se mueve", y lo hace gracias a la perseverancia de su equipo editor. Hace falta que el resto, los lectores fieles, los ocasionales y los potenciales, apoyemos tan loable esfuerzo. Estamos comprometidos. Mantengamos uno de los importantes nudos de esa red tridimensional que nos ayuda a andar por el mundo tercos en cargar futuros.
El país México está en movimiento gracias a
sus pueblos indios. No sólo fueron la piedra de toque del
extraordinario desenmascaramiento infligido al Estado y sus poderes en
Chiapas en 1994, sino que siguen siendo, día tras día y
hora tras hora, los mexicanos más comprometidos con el cambio
de relaciones sociales y usos políticos que, bajo el nombre de
"crisis", actualmente atravesamos.
En el corazón de la crisis nacional están los pueblos indios. Si se les trata, en todo el territorio nacional, como a individuos de alta peligrosidad, es porque ya ganaron una batalla: la de la legitimidad de sus identidades y demandas, que de Sonora a Chiapas, de Huayacocotla a Ixmiquilpan, de la Huasteca potosina a la Montaña de Guerrero, y a través del hilo de todas las organizaciones independientes e incluso muchas oficiales, son básica y profundamente las mismas: ya no ser controlados, ser dueños de su vida.
El movimiento indígena de los años noventa, con sus diversidades, contradicciones y limitaciones materiales, consiguió un punto notable al convertirse, como quien dice, en patrimonio de la humanidad. De pronto, los indígenas dejaron ser indiferentes, inexistentes para las metrópolis (incluida la nuestra) y se volvieron no sólo interesantes; hoy son ejemplares (o temibles, según de dónde se les mire).
Ganar legitimidad no es poco, viendo cómo está el mercado de prestigios, verosimilitudes, credibilidades e integridades éticas en el país, el cual atraviesa una demolición de valores que no perdona partidos ni iglesias, universidades, empresas, y que en ningún renglón se encuentra en más agudo desprestigio que el correspondiente a la impartición de justicia.
Por qué se encarcela a dirigentes tzotziles, se asesina a campesinos huicholes y coras, se amedrenta a pueblos tojolabales y mixtecos, se persigue a familias ñañhu? Por qué las guardias blancas matan a sangre fría en Bachajón y Tila, y amenazan a los defensores de derechos humanos en la sierra veracruzana, la sierra tarahumara y la sierra norte de Puebla? Sencillamente, porque los indios tienen la razón, y lo saben todos.
Por eso mismo, ningún gobernador ni jefe estatal de policía van libres de culpa y merecerían, casi siempre, la cárcel. Algo se ha progresado: hasta hace no mucho, matar a un indio era "barato", como "matar una gallina", según expresión de un ganadero chiapaneco. Ya no. La sangre de los mayas del suroeste elevó los costos de matar indios. Pero no los ha elevado lo suficiente.
En consecuencia, las instancias negociadoras del gobierno necesitan balbucear promesas, y las oficinas de gasto social van de bomberos por todo el país echando cheques y pequeñas obras a los fuegos que la injusticia mantiene encendidos en el campo.
Existe una estrategia global contra los indígenas porque, teniendo la razón, son un peligro efectivo para el sistema político. Algo que el sistema financiero internacional no quiere permitir, dado que los actuales poderes de México son sus aliados y empleados, y el país es un socio clave en el tablero comercial y estratégico de Washington. La persecución sangrienta de inmigrantes es la expresión allá de la misma guerra de acá.
El gobierno mexicano, atrapado en los fuegos cruzados del sometimiento al imperio, corrupción galopante y descomposición interna, no puede, en caso de que quiera, resolver las demandas de democracia e igualdad que han implantado los pueblos indígenas. A pesar incluso de muchos de sus operadores, bien dispuestos y conscientes, pero acotados al máximo, dentro del aparato burocrático.
El descontento recorre las calles y los campos, lo mismo que la violencia institucional y delincuencial (no siempre diferenciables). Lo grave es que la inconformidad ciudadana tiene como capital renovado la razón de los pueblos marginados, de los mexicanos del sótano. Sin ellos, sin la lucha por la justicia y la democracia en que están metidos los pueblos indios, las posibilidades de cambio serían mucho menores.
Nadie gobernará México con legitimidad si no lo hace transformando las relaciones de poder hacia el interior de la sociedad, que parece ser el único camino a la democracia verdadera.
Y ahí es donde está el problema. Quién dijo que a los financieros, los narconegociantes, los grupos de poder económico dentro del Estado, los panistas ansiosos y las fuerzas oscuras y violentas de la represión, les interesaba transitar hacia la democracia real y verdadera? Va contra su naturaleza.
De donde se deduce que no basta con tener la razón para resolver el problema.
Como quiera, en un triunfo de una civilización que hace siglos que no "triunfa" en nada que no sea su mera sobrevivencia.