La Jornada Semanal, 30 de junio de 1996
Desde hace casi doscientos años, una suerte de obsesión
del pensamiento liberal mexicano ha sido la condena de la cultura y
las formas de organización económica y política
de las comunidades indígenas de nuestro país, a las que
considera un lastre para el progreso de México y su
incorporación al "concierto de las naciones
civilizadas". En muchos casos, las opiniones de los liberales han
surgido más de la ignorancia y del prejuicio que de un
auténtico conocimiento de las culturas indígenas.
Por ejemplo, José María Luis Mora, uno de los más ilustres, escribía: "Una de las cosas que impiden e impedirán los progresos de los indígenas en todas las líneas es la tenacidad con que aprenden los objetos, y la absoluta imposibilidad de hacerlos variar de opinión: esta terquedad que por una parte es el efecto de su falta de cultura, es por otra el origen de sus atrasos y la fuente inagotable de sus errores."1
Por desgracia, este tipo de críticas no se ha limitado al terreno intelectual o al de los prejuicios personales, sino que ha sustentado políticas estatales de corte radical, que han ido desde el despojo de tierras comunitarias hasta el exterminio de los indios "bravos". Mora, entre otros, hablaba de la necesidad de hacer desaparecer a la raza indígena por medio de la mezcla de inmigrantes extranjeros, y afirmaba que "la agricultura mexicana hará considerables progresos luego que acabe de salir de las manos del americano y pase a las del europeo".2 Pero no estaría de más recordar que los planes de colonización, con el fin de "reorganizar y equilibrar" el poblamiento y la agricultura en el territorio mexicano, atravesaron todo el siglo XIX y, Revolución mexicana mediante, persistieron hasta la época de Cárdenas o, incluso, hasta Miguel Alemán.
Un ejemplo reciente de esta tradición intelectual son los textos que a lo largo de los últimos cinco años Federico Reyes Heroles ha dedicado a la cuestión indígena y campesina de México. Su actitud hacia ellos, de acuerdo con estos trabajos, puede resumirse en la afirmación de que, "en sentido aristotélico puro", los indios no son todavía ciudadanos. Cabría preguntar entonces si los pobladores de Tepoztlán (indígenas artesanos, agricultores, ecologistas activos, comerciantes, etcétera) no han respondido acaso, ante las amenazas desarrollistas del gran capital, precisamente en calidad de ciudadanos responsables.
Pero empecemos desde el principio. En el artículo "La cultura de la pobreza", publicado en La Jornada Semanal (3 de noviembre de 1991), Reyes Heroles relataba y no hago más que citarlo que un peón de su finca se acercó un día a pedirle prestado el equivalente de cuatro meses de salario (digamos, 2,000 pesos) para cubrir los gastos de la mayordomía de su pueblo, y describía cándidamente su airada reacción: "Le pedí que se sentara. Con toda calma traté de hacerle ver que gastar en una noche, en bebidas y alimentos para gente desconocida, el equivalente a cuatro meses de su salario era una manera brutal de tirar el dinero. Que su condición, de por sí lacerante (ejidatario con hectárea y media en una zona de bajísimo rendimiento agrícola y peón con cinco bocas dependiendo de su salario), no era para darse esos lujos. Yo no gasto jamás en una noche le dije, en un acto desesperado por hacerlo recapacitar digamos una cuarta parte de mi salario. `Qué quiere que haga, licenciado? me dijo. Así son las cosas entre nosotros.' Perdí la discusión. Dio la fiesta y, como consecuencia, verá reducido su salario, de por sí insuficiente, por más de un año. Desde entonces la miseria como cultura revolotea en mi mente."
Este pasaje es revelador en más de un sentido. En primer lugar, salta a la vista la relación económica que lo une con el peón: él es justamente quien le pagael "insuficiente" salario que no le permite al peón "darse esos lujos". Pero más allá de esta circunstancia, nada accidental, llama la atención la manera en que se refiere a una institución cultural que le es ajena. Para Reyes Heroles (y quizá para muchos más) es irracional gastar dinero en "desconocidos" (y no se le ocurre pensar que los vecinos de su peón son, con toda seguridad, la gente que mejor conoce). Él mismo no gastaría una proporción mucho menor de su salario (seguramente mucho mayor) en una cena. A sus ojos, las mayordomías parecerían empresas desquiciadas de catering que ofrecen banquetes a desconocidos sin recibir nada a cambio. Lo sorprendente es que, para condenar una institución que no es suya, Reyes Heroles no considera siquiera necesario averiguar cómo funciona. La literatura antropológica y económica al respecto es muy abundante y polémica. Unos analistas proponen que las mayordomías sirven para abatir las desigualdades económicas en el seno de las comunidades, y así impedir que éstas se dividan en clases; otros, las ven como un mecanismo que permite a las comunidades y a sus miembros sustraerse a la economía capitalista que los rodea y mantenerse como espacios autónomos en lo económico y en lo cultural; otros más, han encontrado evidencia de que son mecanismos utilizados por algunas élites locales para neutralizar a cualquier individuo o grupo pujante que amenace su poder, o para legitimar sus privilegios económicos y políticos.
Estas interpretaciones reflejan la diversidad de funciones que cumplen las mayordomías en las múltiples comunidades que mantienen esta institución (incluyendo no sólo a muchos pueblos indígenas sino también a los muy urbanos barrios de Xochimilco y Coyoacán, en el Distrito Federal). Algunas pueden ser encomiables, otras no, pero ninguna parece ser irracional per se. Sin embargo, Reyes Heroles se contenta con afirmar que las mayordomías son formas de distribución de la riqueza basadas en la perniciosa idea de que ésta es un accidente e, incluso, un infortunio, y no el fruto del trabajo individual. La institución está errada de antemano porque no responde a su concepción de la racionalidad económica, porque no sigue los dictados de un Benjamín Franklin o del Banco Mundial, citados con veneración en el mismo artículo. Para calibrar la envergadura de esta operación intelectual, basta imaginar una que le sea equivalente pero en sentido inverso. Supongamos que un indígena viene a México y acompaña a Reyes Heroles al banco a depositar el importe de cuatro meses de trabajo (digamos 50,000 pesos). Observa que éste entrega su dinero a un perfecto desconocido a cambio de un papel y luego sale, sin más. Regresa a su pueblo y condena públicamente la irracionalidad de la gente de la ciudad, que entrega su dinero a desconocidos a cambio de un miserable papelito.
En los últimos meses, Reyes Heroles ha manifestado en repetidas ocasiones su condena tajante a las formas comunitarias de gobierno, particularmente a raíz del reconocimiento del sistema de elecciones por "usos y costumbres" en Oaxaca. El 14 de noviembre, en su artículo "Luces y tinieblas" (Reforma, 14 de noviembre de 1995), opinó que dicho sistema era cercano al fascismo, un "venero de autoritarismo" y una amenaza a la Constitución. Tales afirmaciones, desde luego, no requirieron comprobación alguna a partir de la discusión de casos concretos de "fascismo" o imposición "caciquil" en alguna comunidad realmente existente. El problema era de principios, como quedó claro en su artículo de la semana siguiente, ominosamente titulado "El lado oscuro" (Reforma, 21 de noviembre de 1995): "El voto comunitario en Oaxaca que apela a los 'usos y costumbres' [] olvida uno de los elementos esenciales de la democracia: el carácter individualísimo de la expresión electoral y, por supuesto, la secrecía."
De nueva cuenta, la conclusión está definida de antemano; sólo existe una democracia, la electoral y occidental, y las otras formas de organización política sólo pertenecen al oprobioso pasado, por lo que no vale la pena siquiera intentar conocer los detalles de su funcionamiento, y sus defectos o virtudes.
En su más reciente reflexión sobre el tema, "Los indígenas: el reto pendiente", Reyes Heroles afirma: "Resulta un poco irresponsable, si no es que demagógico, contraponer formas de organización política comunitarias, algunas de ellas sustentadas en el muy cuestionable voto a mano alzada, a la muy imperfecta forma de organización política que Occidente se ha dado y que, con múltiples deficiencias, sigue siendo la mejor."
Esta frase no arroja luz sobre la forma de gobierno comunitaria, ni tampoco sobre los defectos de la democracia occidental, pero sí sobre las concepciones del autor: para él, como pensador liberal, el proceso político parece reducirse al simple acto de votar. La construcción de consensos, la negociación con los grupos minoritarios, la incesante discusión de los asuntos públicos parecen no existir en las comunidades, o al menos no afectan ante la importancia absoluta del procedimiento de escrutinio. Desde luego, la democracia directa de las comunidades puede ser, como en el caso de San Juan Chamula, una mascarada para la imposición y el autoritarismo; pero no hay que olvidar que el régimen chamula es un moderno cacicazgo priísta, iniciado por el propio Lázaro Cárdenas. Y esto nos lleva a la pregunta evidente: acaso no pasa lo mismo, cada seis años, en el caso de elección presidencial, en nuestra democracia electoral (infinitamente reformada), con todo y su "secrecía"? La democracia perfecta no existe en Tepoztlán, pero tampoco en Inglaterra, y mucho menos en Atlacomulco. La evaluación de los diferentes sistemas democráticos debe darse en función de su aplicación en la realidad, que será siempre imperfecta, y no de un dogma ideal. En todo caso, valdría la pena recordar el lema bíblico: "Quien viva en una democracia verdadera, que lance la primera crítica."
En un extenso ensayo titulado "El cambio necesario", Reyes Heroles amplía sus reflexiones acerca de los pueblos indígenas e introduce ciertos matices. Entre los "nuevos ilustrados", que "sólo entienden su verdad", y los "populistas folklóricos", que quieren erigir la diferencia en "argumento justificadorde la atrocidad", él escoge el "justo medio aristotélico": admite que en las comunidades existen algunas cosas positivas, si bien sólo menciona la "solidaridad", pero a continuación afirma que hay también "expresiones autoritarias que atentan contra el mínimo sentido de legalidad republicana". Los defectos, en lo sucesivo, merecen mucho más atención que las virtudes, y en su discusión Reyes Heroles asume, uno a uno, todos los argumentos de los "ilustrados", de quienes pretende deslindarse. Para él, los indios no son todavía ciudadanos porque no conocen sus derechos ni los ejercen (y, más aún, afirma que ni siquiera el libre tránsito pueden practicar, lo que resultaría una noticia sorprendente para los mixtecos migrantes en la ciudad de México, Baja California y algunas ciudades de Estados Unidos). En las comunidades no hay garantías fundamentales: falta el voto secreto, no hay "legalidad de los procesos", hay expulsiones y linchamientos.
Estas generalizaciones resultan, cuando menos, interesantes. En primer lugar, las expulsiones de San Juan Chamula y otros pueblos se convierten en un fenómeno inherente a la vida comunitaria: los casos de linchamiento (resultado, al menos en parte, de la palmaria incapacidad del Estado mexicano para hacer cumplir debidamente su función judicial). En suma, se exige a las comunidades una aplicación del Estado de derecho que está lejos de existir en los sectores más modernos de nuestra república.
Poco importa, pues Reyes Heroles nunca ha vacilado en señalar los defectos del México mestizo y, además, como buen pensador ilustrado, no dejaría jamás que la mala práctica invalide la sana teoría. Que el modelo de república democrática occidental nunca haya funcionado cabalmente en nuestro país es problema de México pero no del modelo y, en realidad, sólo nos falta el último empujón para que triunfe. Todo es cuestión de educar al pueblo, de disipar las tinieblas de la ignorancia. En el siglo XIX, según nos explica, "liberales y conservadores debatieron, en brillante esgrima intelectual, una discusión que, por desgracia, nunca se descartó, nunca penetró en la mente de un pueblo disperso, sin educación y en su gran mayoría miserable".
Nuestras élites intelectuales estaban (y están) a la altura de las mejores del mundo, el problema es que el pueblo no dio el ancho. No había ciudadanos y no podía tampoco haber un pacto entre ellos, de modo que el proyecto moderno fue sofocado bajo el peso de "las tradiciones comunitarias y el corporativismo". Por ello, si Juárez no hubiera muerto hoy "sentiría vergüenza de que esos millones de indios mexicanos, como lo era él mismo, en pleno [siglo] XX, no hayan accedido a los derechos ciudadanos plenos por los que él luchó".
Según Reyes Heroles, el proyecto juarista (y el propio proyecto republicano) consiste en dar derechos a los que nada tienen. Los detalles no importan. No importa que la ciudadanización de los indios pasaba, de hecho, por el despojo de sus tierras y por la renuncia a su cultura. No tiene importancia, asimismo, el hecho simple de que en tiempos de nuestros exaltados liberales, en la mayoría de los estados del país, los indígenas y el ignorante pueblo en general sólo podían votar indirectamente (en Oaxaca, por ejemplo, se implantó el sistema de tres niveles de elección), y que en estados como Sonora, donde sí existió el voto directo a nivel local, se haya exigido como condición para obtener la ciudadanía que no se perteneciera a ninguna comunidad, excluyendo así automáticamente a los yaquis, mayos y seris.
Éstos son detalles secundarios ya que el verdadero problema del país podría resumirse en una sola frase: pobre México, no es Europa! Según explica Reyes Heroles, México no tuvo Renacimiento ni Reforma protestante ni Ilustración y, por ello, no ha logrado adquirir las cualidades espirituales y económicas inherentes a todo país desarrollado. Ante esta privación, no nos queda siquiera el consuelo de "invocar la particularidad, la peculiaridad, el carácter de incomparable", pues esto "es una puerta falsa para no admitir nuestras lacras".
Por ello, el deber de las élites es transmitir sus conocimientos y su cultura al pueblo ignorante. Se trata, como él lo explica, de liberar a los indios de la "condena" de seguir siendo campesinos y de darles, en cambio, "acceso a la industria y a los servicios, a mejores empleos". La manera en que se van a crear esos empleos en una economía que sólo sirve para destruirlos, o incluso la posibilidad de que los campesinos no quieran convertirse en empleados de nadie, son otros detalles sin importancia.
En su más reciente ensayo, titulado "Los indígenas; el reto pendiente", escrito como presentación del libro Cultura y derechos de los pueblos indígenas (AGN/FCE, México, 1996), Reyes Heroles modifica algunos de sus puntos de vista. Propone, por ejemplo, la figura del "indio-ciudadano", que haga compatibles las "ricas tradiciones comunitarias con el avance conceptual y normativo de carácter universal de la segunda mitad del siglo XX". Es decir, las libertades individuales y los derechos humanos. Señala también, y con toda razón, que el problema más urgente que enfrentan los indígenas es el de la miseria. Estas posiciones son sin duda bien intencionadas, pero el autor no abandona su defensa de la integración de los indígenas.
En este texto afirma que los indígenas viven todavía en una situación similar a la de los tiempos de la Colonia, y condena "las evidentes resistencias dentro de las comunidades y etnias a cualquier cambio". Desde esta perspectiva, la pobreza, la falta de servicios mínimos, la violación a los derechos humanos, la falta de educación, etcétera, son culpa del atraso de los pueblos indígenas, de su renuncia a incorporarse al progreso. El problema de México es que frente a un 90% de mestizos permeados por los valores republicanos y embarcados en la ruta de la prosperidad y la democracia, queda todavía un 10% de indios que se resisten a seguirlos. La conclusión lógica es que, en nombre de la igualdad, "una de las máximas invenciones humanas", la mayoría tiene derecho a exigirle a la minoría que cambie, a fin de no frenar a la nación. Resulta irónico que desde el México "mestizo" se hable en nombre de la igualdad y de la democracia. No existe acaso un sector muy amplio de mestizos que sufren carencias tan graves como las de los indígenas? La realidad de nuestra fallida modernidad podría hacernos pensar que el origen de los problemas de los indígenas y de muchos mestizos no radica únicamente en su resistencia al progreso sino en el progreso mismo, en la forma destructiva, autoritaria y desigual que ha tomado en México la modernización. La actual miseria de muchas comunidades indígenas y no indígenas es resultado, en igual o mayor medida, del despojo de sus mejores tierras, de la explotación de finqueros y patrones, de los abusos del gobierno, de los de su partido y de los de sus fuerzas de "seguridad".
Al parecer, Reyes Heroles teme que las reivindicaciones indígenas produzcan una dictadura de las minorías y que franqueen el paso al racismo. Estos peligros, sin embargo, palidecen ante la realidad actual de México. Ya padecemos la tiranía de la minoría: los dueños de la riqueza y sus tecnócratas. Ya presenciamos en nuestro país, día con día, cada vez que encendemos la televisión y vemos algún anuncio promocional, un racismo si se quiere sutil pero no menos pertinaz que desvaloriza la apariencia física, la cultura, las costumbres, todavía, de la mayoría de los mexicanos, en nombre de la ignorancia y la capacidad de consumo de la "gente bonita" y sus corifeos.
Ésas son las lacras de México, no la persistencia de tradiciones culturales y valores diferentes a los occidentales, ni la vitalidad de las comunidades y sus formas de organización política.
Las posiciones de Reyes Heroles ejemplifican la paradoja histórica de nuestro liberalismo: una ideología que se proclama defensora de la tolerancia y la pluralidad se ha convertido, en México, en un programa intolerante, sordo, inflexible, empeñado en destruir cualquier cultura y cualquier forma de organización social y económica que no concuerde con sus doctrinas. Al no aceptar la posibilidad de que existan formas de democracia distintas a las que pregona, al imponer una visión única y excluyente de lo que deben ser los ciudadanos y de cómo deben votar, al negar en la práctica el derecho de otros grupos sociales a elegir sus propios valores económicos, los liberales mexicanos han buscado continuamente, en nombre de los autores del día, obligar a sectores muy amplios de la sociedad a aceptar la destrucción de su forma de vida. Por ello, la historia del liberalismo mexicano, desde Mora hasta nuestros neoliberales, es la historia de un fanatismo ideológico que ha provocado quizá tanta destrucción como el bolchevismo provocó en Rusia.
1 José María Luis Mora, "Obra histórica. México y sus revoluciones", Obras completas, vol. 4, Instituto Mora, 2a. ed., México, 1995, p. 63.
2 Idem.
Nota: Agradezco las sugerencias y contribuciones de María Luna, Cuauhtémoc Medina y Alberto Cue.