Uno de los mayores obstáculos que enfrenta el proceso de transición que vive el país es la ausencia de una auténtica cultura democrática. Se trata, en apariencia, de una contradicción irresoluble: cómo realizar el tránsito hacia estadios superiores de convivencia política y social, cuando el saber convencional se expresa en ideas, prácticas y usos políticos que poco o nada tienen que ver con la meta trazada.
Y no podía ser de otra forma, dado que el sistema político mexicano se caracterizó durante más de medio siglo por la presencia de un partido dominante, mayoritario, virtualmente solitario en las tareas de gobierno y enlace con la sociedad. Este hecho que por décadas permitió la estabilidad y el desarrollo definió los perfiles de una cultura cívica sui generis, en la cual las fronteras entre partido, gobierno y Estado nunca fueron claras; en consecuencia, la relación de sectores sociales y organizaciones ciudadanas con la autoridad se vio marcada por la misma circunstancia: la existencia de una sola vía para el planteamiento, la articulación y el procesamiento de las múltiples demandas de la sociedad.
Desde hace años, quizá dos décadas, la situación es otra. La modernización acelerada de la sociedad mexicana, verdadero mosaico de voces y necesidades diversas, ha obligado a la paulatina renovación del sistema político y al replanteamiento de nuestra vida institucional con el fin de responder a una realidad distinta, caracterizada por la pluralidad económica, social, cultural y política. Un nuevo escenario, en fin, donde el pueblo mexicano exige vías para concretar su vocación democrática en práctica cotidiana.
A este reclamo han respondido los principales protagonistas de la esfera política. No sólo los partidos de oposición, sino el gobierno y el mismo partido mayoritario que al tiempo en que se compromete con una profunda reforma electoral, prepara una Asamblea Nacional en la que muchos priístas estamos decididos a impulsar la configuración de un partido renovado, a la altura de los tiempos.
Creo, sin embargo, que estos esfuerzos no bastan. Es urgente reflexionar sobre la paradoja planteada al inicio de este artículo y dar los primeros pasos para disolverla: admitir el déficit de experiencia democrática, tanto en la clase política como en la sociedad en su conjunto, y concentrar los mayores esfuerzos en superarlo.
No es posible aceptar, por ejemplo, que los mismos actores que exigen el fin del ``régimen presidencialista'' clamen por la intervención del jefe del Ejecutivo cuando así conviene a sus intereses. Parecida incongruencia puede detectarse en segmentos de la opinión pública, que un día protestan por los ``excesos'' del ``presidencialismo autoritario'' y otro lamentan la supuesta ``debilidad'' del primer mandatario.
En efecto, no es sencillo transitar hacia la convivencia democrática. Nada fácil, puesto que implica un nuevo equilibrio de responsabilidades y derechos, así como altas dosis de compromiso individual y colectivo. Porque el desafío democrático obliga a la transformación de mentalidades y costumbres fuertemente arraigadas.
Si el término no estuviera cargado de dogmas y autoritarismo, tendríamos que hablar de una verdadera revolución cultural que atravesara el tejido social e impactara en todos los ámbitos de la vida nacional: desde la familia hasta el mundo del trabajo; la relación hombre-mujer y la vida cultural; el sistema educativo y los medios de comunicación; las cámaras empresariales, los sindicatos, los partidos políticos y las organizaciones civiles.
Para ser consecuentes con la esperanza democrática, debe reconocerse que no existe espacio de nuestra vida pública que se encuentre a salvo de la inercia. Ni siquiera las múltiples iniciativas de la sociedad civil, surgidas como alternativa al desgaste de las organizaciones políticas tradicionales han podido escapar a viejos vicios, los ``ismos'', como el protagonismo, el egoísmo, la mezquindad de los pequeños cotos de poder y la insensibilidad de los notables frente a la ciudadanía que ha decidido transitar a la actividad pública con la mayor buena fe.
No pocas veces detrás de las disputas evidentes o soterradas entre individuos o grupos están más que proyectos distintos o visiones encontradas; juegos de vanidades, conveniencias menores; en espacios, líneas ágatas o reconocimientos (el mérito de la iniciativa política, la nominación como el demócrata de la temporada...).
El trabajo político, más todavía el que se llama a sí mismo democrático, requiere de valores: la ética, la congruencia, la generosidad... pero también de disciplina, consistencia, autocrítica y discreción (``sensatez para formar juicio, y tacto para hablar u obrar'', dice el Diccionario de la Lengua).
Aceptar las enormes dificultades que enfrenta el cambio no implica, ni mucho menos, abandonarse al pesimismo y la inmovilidad. Pero el camino de la transformación será menos arduo si asumimos, desde ahora, que no habrá transición democrática si no construimos paralelamente una vigorosa cultura democrática que remueva concepciones anquilosadas y hábitos de pedantería, intolerancia, protagonismo y exclusión. Sé que nos costará trabajo (a mí, mucho), después de todo, la presencia pública es consustancial al quehacer del actor político, pero hay que intentarlo si queremos avanzar en la construcción democrática.