MIRADAS Consuelo Cuevas Cardona
El sapo oculto

Lucilio Vanini estaba aterrado. No sabía por qué razón la Santa Inquisición lo había encerrado en aquella mazmorra. Varias noches atrás un ruido de tamborazos lo había despertado sobresaltado, y su espanto fue mayúsculo cuando se dio cuenta de que iban por él. Los raptores habían casi derribado la puerta de su casa a golpes, mientras él se vestía con rapidez y trataba de calmar a su mujer, que lloraba desesperadamente. Sin ninguna explicación se lo llevaron y desde entonces habían estado torturándolo.

Vanini no tenía ni la menor idea de qué se le acusaba. El era un hombre tranquilo, que tenía como afición salir al campo a hacer observaciones de la Naturaleza. También le gustaba leer todo texto que cayera en sus manos, aunque en esa época los libros no abundaban.

Aun así, había tenido oportunidad de analizar a Aristóteles y se había dado cuenta, con pena, que varias de las afirmaciones del sabio griego no coincidían con lo que él observaba. Fue por eso que escribió un pequeño texto en el que hacía aclaraciones, que fue leído por sus amigos y conocidos con gran interés.

Ahora, ahí encerrado, Lucilio Vanini empezó a recordar las horas felices pasadas en el bosque, cuando hacía exploraciones y se detenía a mirar a todos los seres vivos que se le atravesaban por el camino.

En los últimos meses se había sentido fascinado con los sapos. Aunque estos animales a muchos les provocan repugnancia, él encontró que por encima de su piel verrugosa y de su figura pesada y torpe tienen unos ojos de extraña belleza; que ante una luz tenue sus negras pupilas se vuelven óvalos, mientras que ante la luz del sol se contraen y parecen diamantes aplanados.

Sus cavilaciones fueron interrumpidas por una voz que le ordenó que se levantara. Fue arrastrado a una sala en la que sombras siniestras danzaban a la luz de las velas. Como en una pesadilla vio ante una gran mesa a los altos mandatarios de la Santa Inquisición. Al parecer, se habían reunido para dictar sentencia.

Asombrado escuchó que lo acusaban de hereje y de tener pacto con brujas y demonios. En la opinión de los que ahí se encontraban, sus estudios y observaciones eran aquelarres disimulados. Según ellos, las afirmaciones que había escrito y que contradecían a Aristóteles no eran más que blasfemias. Vanini estaba pasmado ante lo que escuchaba, pero su sorpresa no tuvo límites cuando conoció lo que la Santa Inquisición consideraba como la prueba máxima de su herejía: ¡el hecho de que en un tazón de su casa hubieran encontrado un sapo!