Una vez más, la reforma política en el Distrito Federal se encuentra empantanada. A pesar de las grandes limitaciones de los Acuerdos de Bucareli sobre la reforma electoral nacional y la política para el DF, firmados hace semanas por el PRI, el PRD y el PT, el partido gobernante ha manifestado por diversas vías que no está dispuesto a comprometerse con lo que firmó. Además, el avance de los acuerdos concretos en la Cámara de Diputados ha sido enturbiado aún más por la conflictiva situación política en Tabasco, dando lugar a la incertidumbre total.
Desde que se reinició en el pasado sexenio la discusión sobre el estatuto político y administrativo del DF, el PRI ha rechazado sistemáticamente o maniobrado mediante tácticas dilatorias en torno a los cuatro puntos centrales de la democratización de la entidad y que constituyen sus piezas claves: la conversión del DF en un estado más de la federación; la municipalización de las actuales delegaciones; la transformación de la Asamblea de Representantes en un Congreso local con plenas facultades; y la elección de sus autoridades (Regente y delegados transformados en gobernador y presidentes municipales) por voto universal y directo. Son estos cambios, entendidos como totalidad, los que garantizarían la restitución de sus derechos políticos a los ciudadanos defeños y su igualación con el resto de los mexicanos.
En Bucareli, el PRI sólo aceptó la elección directa del Regente bajo la ambigua figura de un ``gobernador'' sin estado a gobernar, la ampliación de las facultades de la ARDF con restricciones notables y su denominación como Congreso, y abrir la discusión sobre la forma de designación de los delegados. Pero inmediatamente dio marcha atrás en los dos últimos puntos, a nombre de la ``gobernabilidad'' y la presencia de los poderes federales en el territorio del DF. Para los buenos entendedores es claro que lo que realmente busca el PRI es conservar su poder sobre la mitad más influyente de la mayor concentración económica y poblacional del país (y del mundo) en las elecciones de 1997, las que pueden significarle un grave riesgo, dado su alto grado de descomposición y la pérdida creciente de legitimidad política y capacidad de gestionar y resolver los agudos problemas urbanos.
Los dos argumentos priístas son manipulados y erráticos. La verdadera gobernabilidad sólo puede ser garantizada por la democracia política y la reversión de la crisis económica y de su insoportable costo para las mayorías. La democracia en el DF sólo es posible si se otorgan a los ciudadanos defeños todos los derechos civiles que tienen formalmente los mexicanos; la reversión de la crisis depende de que un gobierno democráticamente elegido logre diseñar y aplicar un proyecto urbano alternativo que la tenga como prioridad, para lo cual debe abandonar el modelo neoliberal salvaje aplicado desde 1983. La presencia del gobierno federal en el DF es un falso problema; en un Estado federal, democrático y republicano no hay ningún problema en que el poder Ejecutivo se asiente en uno de sus estados soberanos y en que éste pueda ser gobernado por un partido distinto al del Presidente, como ocurre en muchos países del mundo.
Lo que salta a la vista es la contradicción objetiva, encubierta pero manifiesta en la postura priísta, entre la democratización del DF y el mantenimiento de ese partido en el poder. Parece cada vez más claro que para transitar a la democracia es necesaria una alternancia en el poder gubernamental a nivel local y nacional, pues el partido de Estado no puede escapar a su propio autoritarismo.
Hoy, los ciudadanos del DF son rehenes del poder gubernamental y de su aparato partidista, el PRI. Sus derechos civiles, sus aspiraciones y demandas democráticas, y su sobrevivencia económica están prisioneras de los intereses del partido gobernante y sus dirigentes, que se resumen en mantener de todas formas y a cualquier costo, por uno u otro camino, el control político y económico sobre la gran ciudad, su burocracia oficial, sus trabajadores y electores, y su presupuesto.