Arnoldo Kraus
Sida: la esperanza disfrazada

Cuando la locura no es la causa, el acto de programar la propia muerte suele congregar todas las opiniones. Condena, reproche, cobardía, admiración y exaltación, son algunos de los adjetivos que acompañan al suicida. Las ópticas diversas no sorprenden e ilustran el corazón del acto: tiene el ser humano la capacidad de decidir sobre el fin de su propia vida? Diversas y profundamente complejas son también las causas por las cuales la vida es interrumpida motu proprio: depresión profunda, motivos políticos, misticismo y ``culpas'' irreconciliables con el río de la existencia. La esperanza agotada y nuestros tiempos cargados de signos ominosos explican la lógica de quien renuncia a la vida: poco o nada ofrece la razón. Es sorda la especie humana? La respuesta es afirmativa para quienes optan por el suicidio como solución, o para aquellos que encuentran en la ``automuerte'' el camino a sus profundos desasosiegos: el ser humano ha dejado de oír, de escucharse.

Los estudiosos del tema o quienes han conocido a suicidas, saben que en la mayoría de los casos hay datos premonitorios; ya sea porque existan intentos frustrados o porque la idea de la muerte como solución se torna obsesión. Dentro de la infinita gama de modalidades y vías conocidas para decidir su muerte, confronto con mayor angustia y desesperanza la lógica de decenas de jóvenes cubanos de 15 a 25 años, quienes optaron por inyectarse el virus de la inmunodeficiencia humana con el fin de mejorar sus condiciones de vida. De acuerdo con Carlos Bonfil, quien reflexiona a partir del video Socialismo o muerte, ``la transfusión era 'casera': el interesado extraía de la vena de un compañero infectado la sangre que acto seguido se inoculaba en su propia vena''. Y renglones adelante explica que estos muchachos ``eligieron el riesgo de la muerte... para poder ingresar a sanatorios especializados (sidatorios) donde se comía mejor que en el resto del país y donde podían escuchar libremente la música de su agrado''. El razonamiento de los cubanos fue ``apostarle al futuro'': calcularon que la ciencia contaría con medicamentos adecuados para curar el síndrome de inmunodeficiencia adquirida (sida) en pocos años. Tuvieron también que jugar con una idea difícil de asimilar: si fracasan las investigaciones médicas, el encuentro (voluntario) con la muerte es obligado. En este tamiz, la enfermedad, representada por el sida, ha sido politizada. Sucesos semejantes de triste memoria fueron los hospitales psiquiátricos en la antigua Rusia, en donde la dignidad y todo lo que pertenece a la condición humana fue destruido.

Aducen los ``jóvenes suicidas'' (es equívoco el término?) que la intolerancia del gobierno cubano y el hostigamiento de la policía fueron las causas principales para tomar esa decisión. Replican las autoridades cubanas que algunos lo hicieron porque tenían antecedentes penales. Entre uno y otro argumento queda la certeza de la desolación y del empantanamiento, del ríspido desencuentro entre habitantes y autoridades, así como la noción de los argumentos que siempre caminan paralelos y nunca se cruzan: la verdad no es posible. Intolerancia es el término que resume la confrontación entre jóvenes y líderes políticos.

La ``apuesta cubana'' el contagio voluntario del sida como posibilidad de mejorar la calidad de vida, independientemente de la génesis que motivó la autoinoculación del virus, confronta ideas diametralmente opuestas: buscar en una enfermedad mortal y dolorosa la esperanza de la vida. Incluye, además, otra variable de índole filosófica: la del suicidio prolongado. La muerte que sigue al balazo, al encuentro con el vacío, a la soga, a las aguas de los ríos, es instantánea. La de estos jóvenes tomará cinco, diez o más años. Contextualizarlos dentro del estudio moderno de la intolerancia y del suicidio en nada modificará el destino de los aproximadamente 200 jóvenes infectados. La muerte les espera. En cambio, su decisión, inmune a toda crítica, obliga a replantear la deshumanización de nuestra época.