Pablo Gómez
Enredo

La reforma electoral ha sido torpedeada por el PRI, dentro del cual hay que incluir a Ernesto Zedillo y a su secretario de Gobernación. Existe un discurso doble en los círculos oficiales: se exige la reforma definitiva y se busca empequeñecer los cambios jurídicos; se ofrece nuevo trato y se sostiene a Madrazo Pintado; se habla de la aplicación de la ley y se exonera a Figueroa. No podrá haber cambio democrático a partir de esa suerte de esquizofrenia.

Los acuerdos de Bucareli están incompletos, tanto por las limitaciones del texto que los expresa, como por el hecho de que faltan temas básicos como la forma de integración del Congreso y la penalidad de las transgresiones a los límites del gasto político.

En el Congreso, las negociaciones que asumen como acuerdos base los de Bucareli entre PRI, PRD y PT, resultan con frecuencia otra cosa y no se conoce la posición priísta definitiva y textual en varios temas. La intervención del PAN ha sido mucho más clara: se opone a limitar el ingreso de origen privado de los partidos, y pretende absurdamente que el Ejecutivo tenga un asiento (aunque sin voto) en el consejo del IFE.

Pero, en tanto las negociaciones se verificaban en San Lázaro, Ernesto Zedillo declara en Tabasco que Madrazo Pintado es gobernador por decisión legítima de la mayoría de los tabasqueños, aun cuando él sabe muy bien que durante 1994 el gasto electoral del PRI en ese estado alcanzó sumas escandalosas e ilegales, parte de las cuales se invirtieron en su propia campaña como candidato a Presidente de la República.

Madrazo se niega a renunciar y Zedillo detiene la acción del Ministerio Público con la complicidad de Lozano Gracia, quien da la impresión de que no dirige la menor averiguación en la Procuraduría. Si el gobernador de Tabasco acusa en los corrillos a Zedillo de conspirar desde un principio contra él, lo más torpe que puede hacer un Presidente es sostener a un gobernante local que no resuelve el menor problema y crea situaciones extremas. Pero Zedillo no fue mal aconsejado para viajar a Tabasco, sino que él piensa que no puede despegarse de los grupos priístas más duros ni hacer concesiones políticas al PRD.

Zedillo no es popular en el PRI, pues crece la desconfianza hacia el gobierno federal entre la rancia burocracia política del Estado, la cual muere de miedo de ser desplazada o de entrar en una competencia electoral en la que no fluya el dinero del erario, el cual sostiene todo el aparato político oficialista y financia la compra de votos.

Pero Zedillo no tiene un equipo nacional de relevo, con el cual pudiera sustituir a los políticos más avezados, maniobreros e inescrupulosos que se encargan de las tareas más sucias y, si lo tuviera, no podría dejar tampoco de hacer concesiones a éstos últimos, pues le son necesarios: siempre lo han sido para el poder priísta.

El enredo de la reforma electoral es el de la situación política del país. Pero más allá de estas vicisitudes existe un elemento de fondo: es imposible que el poder del Estado promueva la reforma democrática, pues cada paso que se diera en tal sentido sería una disminución de poder para la alta burocracia política. Cada nuevo derecho y cada libertad adquiridos por la ciudadanía erosiona la concentración de funciones públicas, la arbitrariedad de la autoridad y el monopolio político de la casta burocrática.

Las concesiones que el gobierno se ve precisado a realizar son producto de la presión de afuera y, muchas veces, de abajo, pero el priísmo siempre busca limar los filos a los cambios políticos. Por esto es preciso exigir a las oposiciones una actitud más firme y más clara: no se deben admitir esas formas oscuras, esos arreglos macabros, a los que están acostumbrados los operadores priístas. Si la reforma no es suficiente, ya lo será, lo tendrá que ser. Lo más importante es no perder el rumbo, no hacer el juego a los intríngulis internos de una burocracia envejecida, corrupta, perniciosa e irreformable.