Rodrigo Morales M.
Las nomenclaturas

La introducción de la nomenclatura en el debate público, como sinónimo de la multitud de malosos que nos acechan, es sintomático del estado que guardan nuestras discusiones. La acepción mexicana del término se asocia a una lista selecta y cierta de personajes cuyos intereses se oponen a cualquier tentativa de cambio. Así, la nomenclatura política es el más actualizado sustantivo para referir a los dinos, los duros, aquellos que lo mismo están presuntamente detrás de los crímenes políticos, los fraudes espectaculares o los frenos a la reforma electoral. Ha aparecido recientemente la nomenclatura económica o empresarial, en la que se encuentran todos aquellos inversionistas de dudoso origen que han amasado fortunas escandalosas al amparo de la corrupción o el tráfico de influencias, y de manera más concreta, se han beneficiado de los procesos de privatización que ha ensayado el Ejecutivo federal.

Descreo de la potencialidad explicativa de dicha visión que pone al día la existencia de malosos, sin embargo, reconozco que urgen respuestas, información que contrarreste el ánimo que diversas revelaciones periodísticas ha generado. Casarse con la existencia del club de los malos es tanto como renunciar a examinar las atrofias institucionales que han dado origen y cobijo a toda clase de ilícitos. Llevando la argumentación al extremo, pareciera que la solución para que el país acceda a nuevos estadios de civilidad está en ampliar el penal de Almoloya para dar cabida a todos aquellos malosos.

Tampoco conviene despreciar la andanada bajo el alegato de que se trata de una campaña sensacionalista y escandalosa. Lo que se sugiere en diversos testimonios sobre la ausencia de transparencia en los procesos de privatización, sobre fortunas adquiridas de manera extraña, se debiera aclarar si efectivamente se quiere transformar al país en un territorio de leyes. De otra suerte, la caricatura, tan a mano, de que los negocios en México se hacen con una importante dosis de corrupción o tráfico de influencias, terminará por imponerse. Los costos no son menores. Ciertamente el clima de opinión pública es propicio a la crucifixión. Cualquier mención que el hermano del villano favorito haga se torna verdad absoluta, cualquier trato que cite se vuelve negocio turbio e ilícito.

Sería deseable que fuera por boca de nuestras autoridades, y no por las indagaciones periodísticas, que nos enteráramos de los avances de las investigaciones que sobre enriquecimiento inexplicable se le siguen a Raúl Salinas. Los silencios sólo refuerzan la idea de las complicidades, o bien de que en el fondo, más allá de las realidades jurídicas, el problema es de voluntad política. Cualquiera de los dos supuestos es grave. Es la acción de los poderes la que puede contrarrestar y encauzar la visión de las nomenclaturas. Si queremos evadir la visión de la ampliación de Almoloya como solución, para oponer una que se haga cargo de la necesaria regeneración institucional, habrá que lamentar no sólo los silencios oficiales sino también la ausencia de un horizonte cierto de cambios institucionales.

Como ilustración, tenemos los retrasos o de plano incertidumbres respecto a la reforma electoral; ello acredita las dificultades para arribar a acuerdos básicos en un ámbito que, como bien dijo Woldenberg, es una reforma que ``se cae de madura y se pudre en las ramas''. Apostar a que dicha fruta se pudra, al amparo de que la legislación vigente en el fondo no es tan mala, que las elecciones de 1997 pudieran no resultar desastrosas, que dichas preocupaciones son obsesiones de unos cuantos, etcétera, sería una de las apuestas más riesgosas en que se pueda incurrir.

Finalmente, si a la presunta existencia de malosos políticos y empresariales, le sumamos la parálisis o al menos ambigedad que las autoridades sostienen respecto a las nuevas reglas del juego, en el fondo a la nueva red de aliados que apuntalan su gestión, y a todo ello le agregamos la velocidad con que se suceden eventos que transforman las percepciones políticas y económicas del país, lo que tenemos como resultado es una profunda incertumbre. Incertidumbre que si bien puede ser signo de los tiempos (estamos cambiando), no deja de extrañarse alguna señal que dé cuenta de que dicho proceso esta mínimamente acotado, controlado. Si se impone la lógica de las nomenclaturas, ciertamente en el futuro consumiremos historias cada día más jugosas y disfrutables; en cambio, si nos imponemos la ruta de las transformaciones institucionales, tendremos resultados más opacos pero más ciertos, con más garantías de no volver a la época de los linchamientos instantáneos, las desconfianzas extremas, las nomenclaturas.