Ruy Pérez Tamayo
El derecho al silencio

Seguramente que el amable lector ha tenido la amarga experiencia de encontrarse en algún restaurante con buenos amigos y dispuesto a disfrutar no sólo de la comida o cena sino también de una conversación ágil, inteligente y divertida, que sin embargo se ve frustrada por la ``música'' con la que el establecimiento pretende ``amenizar'' su visita. En el mejor de los casos, la comunicación se realiza a gritos y solamente la escucha el interlocutor más cercano; muy pronto, las voces se agotan y los comensales se ven reducidos a mirarse y sonreírse con tristeza, pensando en lo distinta que hubiera sido la reunión si los hubieran dejado sin ``música''. O bien se llega a una fiesta en donde van a estar gentes que hace tiempo no hemos visto y tenemos interés en llenar ese largo paréntesis en nuestro trato con lo que pueden decirnos de sus vidas y nosotros a ellos de las nuestras. Pero los anfitriones han contratado un conjunto para ``animar'' la fiesta, que llega armado hasta los dientes con el equipo electrónico más avanzado, lo instala y se dedica sin misericordia y sin descanso a destruir los tímpanos de todos los presentes. Esto es apreciado por la juventud, que aparentemente necesita de este tipo de estruendo para ``divertirse'', mientras las gentes mayores se miran unos a otros con un aire de profunda desolación. Hasta en aquellos refugios tranquilos y acogedores que antes eran las cantinas, en donde el ruido más intenso era el que hacían las fichas de dominó al estrellarse en la mesa, casi siempre en un cierre espectacular, ahora en muchas hay varias pantallas televisivas transmitiendo a todo volumen un partido de futbol, un programa de música tropical o la telenovela del día, de modo que lo único que puede intercambiarse con los amigos es la palabra ``salud'', seguida de la acción correspondiente.

El ruido persigue al habitante de esta enorme ciudad como su sombra, lo acecha implacable en todo momento, surge inesperado pero triunfante en las situaciones más inverosímiles y lo atrapa sin dejarle escapatoria posible. Si se viaja en taxi o en minibús dentro de la ciudad, el chofer trata de aliviar el tedio casi mortal de su infame ocupación oyendo a todo volumen a la ``charrita del cuadrante''; si se viaja en camión a algún sitio cercano del interior de la República (hay camiones muy cómodos, hasta elegantes), la empresa camionera ha decidido hacer el viaje más ``ameno'' y pasa películas en un aparato de video con un monitor visible desde cualquier asiento y con un sonido capaz de penetrar cualquier tipo de tapón auricular que se tenga a la mano. Si se viaja en avión no sólo hay anuncios de la línea correspondiente sino también cine y una amplia selección de canales con música para todos los gustos. En mi laboratorio, cuando llego temprano tengo que pedirle al personal encargado de la limpieza que apague el radio con el que se distrae mientras trabaja, escuchando ``radio capital'' o algo así. Hasta en mi casa, en lo que debería ser la tranquilidad de mi biblioteca, los fines de semana están acompañados por el escándalo de las fiestas ``populares'' organizadas por la delegación en la Casa de la ``Cultura'', que a pesar de estar a dos cuadras de distancia se escucha casi mejor que mi propio aparato de sonido.

De todas las contaminaciones que sufrimos los pobres habitantes de esta ciudad monstruosa, el ruido es una de las más graves por su tendencia a la idiotización progresiva e irremisible de sus víctimas. Pero en el camino a la descerebración, una de sus primeras víctimas está siendo el antiguo y hermoso arte de la conversación, del intercambio de ideas interesantes y de comentarios sabrosos, oportunos o simplemente curiosos, del ejercicio de la palabra para realizar esa función que Homo sapiens comparte con otras especies animales (no muchas) pero que había desarrollado mejor que ninguna otra, que es la de comunicarse con sus semejantes. Esta función llenaba en gran parte la vida de los hombres cultos en la época de los ``salones'' al final del ancien régime en Francia, era el motor y el objetivo de los ``clubes'' ingleses de fines del siglo pasado y principios de éste, era la sustancia de las visitas de familia, en las que invertían su tiempo libre nuestros abuelos cuando eran jóvenes, y desde siempre ha sido una de las razones principales para la visita obligada a la cantina en los fines de semana. Pero todas esas tradiciones han desaparecido como consecuencia de la multiplicación de equipos de cada vez mayor tecnología y capacidad para generar y difundir el ruido. Ahora que tanto se habla de los derechos humanos, uno que debería incluirse entre los más importantes y más urgentes es el derecho al silencio.