Ana Arregi es una víctima incuestionable de los ánimos calientes en el País Vasco. El 23 de marzo del año pasado, durante unos disturbios en Guipúzcoa, varios jóvenes independentistas lanzaron cocteles molotov contra una patrulla de la policía autonómica vasca, la Ertzaina. El marido de Ana, Jon Ruiz Sagarna, resultó con graves quemaduras. El rostro del policía quedó tan desfigurado que utiliza una máscara para salir a la calle.
Esa clase de tragedias, y otras mayores, han dado pie a grandes sectores de la clase política y de los medios de España para perder la serenidad. Los periódicos, los noticiarios de televisión y la radio, no dejaron de acudir a los calificativos ``criminal'' y ``terrorista'' y al sustantivo ``banda'' para referirse a ETA, ni siquiera cuando se dibujaba la posibilidad de que ésta y el gobierno iniciaran negociaciones para poner fin al añejo conflicto en Euskadi.
No es únicamente una cuestión de estilo: a las mentalidades necesariamente paranoicas larvadas en la clandestinidad perenne, ese lenguaje de acoso no les facilita aceptar la mesa de negociaciones como camino practicable. A las autoridades, el empleo de palabras implacables les implica un problema de congruencia, porque un Estado de derecho no negocia la paz (ni ninguna otra cosa) con bandas, con terroristas o con criminales.
Sin afán de comparar los asuntos del Cantábrico con los de los Altos de Chiapas, me parece admirable, visto a la distancia, el viraje idiomático que el gobierno mexicano emprendió en enero de 1994 como un preámbulo necesario para el establecimiento de contactos con la rebelión chiapaneca que se dio a conocer el primer día de ese año. Ojalá que la España oficial y pública comprendiera la importancia de la moderación en el lenguaje. Por ahora, la carencia de esa virtud ha incidido en el aborto de las pláticas.
Cuando la posibilidad de la negociación entre la ETA y las autoridades españolas parece desvanecerse, por la paranoia y la soberbia de los separatistas armados y por la ceguera que impide a los partidos democráticos y a los medios españoles comprender las motivaciones más profundas de la violencia etarra, las palabras de Ana Arregi introducen un factor de desdramatización y serenidad. Tras inconformarse por la sentencia de seis años de cárcel dictada por un juez a tres de los jóvenes que atentaron contra su marido, la esposa del ertzaina, dijo:``Me gustaría que cualquiera de los tres, o de quienes aplauden estas burradas, reconociesen que lo que pasó está, simplemente, mal. Que no merece la pena matar. Que no se puede domesticar a los demás con el fuego. Que el odio no tiene sentido. Que hay que coger, a toda prisa, el primer tren que pase hacia la paz''.
El boleto para subir a ese tren que pasa necesariamente por la comprensión de las razones del otro empieza con la distensión de las palabras. Ojalá que el gobierno de Aznar y los partidos españoles se atrevan a comprarlo.