Ciertamente, la corrupción es indignante para los mexicanos, sobre todo cuando se exhibe con un cinismo auspiciado por la impunidad. El propio presidente Zedillo se suma a la indignación general, lo que es loable. Pero en la mayoría de nosotros la indignación se acompaña de la impotencia, lo que seguramente nos sume en una ansiedad emparentada con esa náusea a la que se refería ayer con acierto Sergio Aguayo Quezada en estas páginas. En cambio, el Presidente tiene la autoridad y los medios legales para traducir su indignación en acciones efectivas de combate a la corrupción. Al poder no se le consiente la impotencia, porque ésta es la negación de aquél.
En el fenómeno de la corrupción, hay siempre un corruptor y un corrupto. En sentido lato, el comportamiento corrupto se da entre los funcionarios públicos de todo rango en los tres poderes y, en general, en la administración pública, es decir, en aquéllos que pueden ser responsabilizados de actos u omisiones ilícitas como tráfico de influencias, peculado, nepotismo, otorgamiento ilegal de concesiones...Y a menos que la influencia de los cargos se ejerza en el comercio de las posiciones políticas, por ejemplo para la compra de lealtades, los corruptores están fuera del poder público decisional y participan en el fenómeno en calidad de particulares.
Esa categorización de los protagonistas de la corrupción lleva a pensar que entre más extenso y obeso sea el sector público, mayor es el espacio de la corrupción. En lógica simple, algo hay de eso. Pero faltan muchos componentes para integrar la reflexión; por ejemplo, las estructuras sociales y las características del sistema político. La omisión de componentes como los mencionados llevó a los neoliberales a creer (digámoslo así) que con el solo adelgazamiento del Estado se acabaría con las prácticas corruptas. Pero el propio neoliberalismo es una corrupción histórica porque erige al mercado como único mecanismo regulador y genera enormes exclusiones sociales cuya responsabilidad ya no es políticamente reivindicada.
Por lo demás, el adelgazamiento del Estado, independientemente de la opinión que merezca en sí mismo, implica necesariamente una transferencia de recursos e instrumentos, una transición, un proceso de cambio en el régimen propietario. Es lo que se conoce como la privatización. Con ella, el Estado en mudanza abandona todo lo que no sea ortodoxamente indispensable y deja de ser rector y protagonista de la economía (aunque se mantengan los preceptos constitucionales que lo obligan a lo contrario).
Pero en la transición el Estado encarna en gobierno, y el gobierno en funcionarios, enfrentados éstos a un vasto universo de posibilidades de enriquecimiento ilícito, a la oportunidad única de decidir qué se vende, de qué modo, a cómo y a quién. Seguramente, ni los compradores ni los vendedores circunstanciales desaprovecharon la ocasión, y el proceso privatizador ha venido dándose integralmente bajo sospecha de una inmensurable corrupción, al punto de que las excepciones, si las hay, tienen que ser probadas. En ese proceso de acumulación salvaje han surgido fortunas colosales en manos de personajes que en muchos casos no podrían acreditar ni su origen ni su formación legales. Y se han improvisado y confundido los políticos empresarios con los empresarios políticos. Si al turbio proceso privatizador añadimos las emanaciones del narcotráfico y los asesinatos políticos, tenemos entonces que la corrupción generalizada está carcomiendo aceleradamente las bases del sistema político mismo.
Así que el problema de la corrupción es más grave y profundo que el show de dos empresas televisoras, excepto si sus mutuas imputaciones sirven como el hilo de la madeja para llegar a tantos otros beneficiarios de la corrupción, revisar todo el sistema de concesiones y ventas que se enmarcan en el proceso privatizador y acabar con la impunidad. Algunos dicen que es mejor el silencio: están buscando una nueva estabilidad fundada en la mentira y el delito impune, una estabilidad que no incluye ni los más modestos estándares normativos, para no hablar ya de un régimen de derecho, y que deja al margen a los millones de mexicanos indignados por lo que están viendo en las élites y que aceptarían, si acaso, la vieja y ahora humilde corrupción funcional expresada en la mordida.