Mauricio Merino
Tras el show, el poder y el dinero

Detrás del espectáculo de insultos y de acusaciones mutuas entre cadenas de televisión que hemos presenciado en los últimos días, no solamente ha aflorado la vieja corrupción que ha acompañado el (mal) desarrollo de México durante toda su historia, sino la profundidad de la nueva alianza entre las élites políticas y económicas del país. Se han revelado también los intereses más descarnados que antes solían ocultarse tras la buena fachada de los medios de comunicación. Y además han quedado de manifiesto, otra vez, las enormes limitaciones prácticas que tiene la apuesta gubernamental por la economía de mercado libre como la única salida para resolver los problemas sociales de largo plazo. Más allá de la frivolidad de los negocios en juego, la guerra de las televisoras nos ha mostrado la cara más sucia de México.

Ya sabemos que la capacidad de corrupción de los grandes capitales puede ser tan amplia como sus montos, y tan restringida como la fuerza de las instituciones políticas destinadas a limitarla. De ahí que cuando las propias instituciones son empleadas para ganar poder económico como a todas luces lo indican las cuentas multimillonarias del hermanísimo, el problema gane dimensiones enormes. En esas condiciones, ya no importa tanto averiguar si una parte de la familia Salinas efectivamente se adueñó de las empresas públicas que puso en venta el gobierno, cuanto constatar que tras las operaciones de compra-venta más relevantes hubo de hecho una alianza estratégica entre el poder y los capitales, como anunciaban puntualmente nuestros viejos manuales de economía política marxista, que por lo pronto ya he comenzado a desempolvar. Y es que de momento, lo único que puede sacarse en claro de toda esta parafernalia es que Raúl Salinas sí estableció vínculos fuertes tasados en millones de dólares con una buena parte de la élite empresarial del país. Y aunque ciertamente es posible que esas operaciones hayan sido legales y transparentes, como alegan en su provecho los señores Salinas Pliego, Abraham Zabludovski, Adrián Sada, Madariaga y anexos, el hecho incontestable es que esas alianzas tuvieron lugar, y que todos ellos sabían de sobra que no estaban tratando con un empresario más, sino con el influyente hermano del Presidente de la República. Es decir, se trataba de establecer una alianza táctica con el poder del Estado.

De paso, el bochornoso asunto ha revelado también que los medios de comunicación no son neutros, ni están integrados por querubines, como quiso plantearse con terquedad en el debate que surgió hace apenas unos meses acerca de la prensa escrita. Detrás de los medios no solamente hay personas de carne y hueso que compiten como protagonistas por los espacios públicos, sino intereses políticos y económicos muy concretos. Tanto como las respuestas brutales del propietario de Televisión Azteca, quien sin ningún empacho nos ha mostrado que el juego consiste en correr todos los riesgos que sean necesarios para acumular más dinero y obtener más poder. Si otros empresarios no hicieron lo mismo, de acuerdo con la visión del señor Salinas Pliego, fue por penitentes. Si sus propios negocios han prosperado, en cambio, es porque él si ha estado dispuesto a pasar por encima de lo que sea para ganar lo que se ha propuesto. Pero no se supone que las concesiones de radio y televisión las ofrece el Estado para garantizar que sigan siendo un bien público?De ahí, pues, la última reflexión: de qué economía de mercado nos habla el presidente Zedillo cuando lanza su propuesta para debatir la política económica elegida por el gobierno? Si se refiere a la que han defendido esos empresarios, habría que tener presente que la mayor parte de las mejores fortunas reunidas por esos personajes no se debió sino a su alianza estratégica con el Estado. No fue el libre mercado el que les dio la ocasión de integrarse a la lista de los grandes negocios, sino el apoyo que el gobierno de México les brindó como un propósito deliberado y explícito. Si se refiere, en cambio, al tipo ideal que convendría perseguir, entonces habría que morigerar la ventajas que el Estado mismo sigue ofreciendo para favorecer la excesiva y ofensiva concentración de riqueza que es, a no dudar, el problema más apremiante de la desigualdad social. En otras palabras, el affaire de las televisoras nos ha mostrado con toda su crudeza que el Barón de Humboldt sigue teniendo razón: el problema principal de nuestra nación no es la pobreza extrema, sino las enormes ventajas que ofrece quizá comparable con las autarquías petroleras tipo Kuwait para concentrar la riqueza. Y eso no se resolverá mientras el Estado no solamente haga caso omiso de todas las pruebas que demuestran la afirmación y que ya comienzan a ser del tamaño de un edificio, sino que además utilice la economía de mercado (con el propio Estado detrás) para seguir concentrando el ingreso.