Ayer, en una reunión relacionada con el Programa Nacional de Población, el presidente Ernesto Zedillo hizo un pertinente llamado a la mesura y al respeto, a propósito de los debates que se han venido realizando, con ribetes de escándalo, en diversos ámbitos del acontecer nacional.
Con frecuencia inquietante, las diferencias de ideas y posiciones en la política, en el ámbito religioso y en los medios se han degradado hasta llegar a la injuria personal, la descalificación y el insulto. La sociedad ha asistido, de esta manera, a espectáculos bochornosos que, en lugar de orientarse a avanzar en los muchos esclarecimientos políticos, sociales, económicos y judiciales que el país requiere, han caído en diatribas personales estériles, tediosas y desalentadoras de la participación ciudadana. Lejos de aclarar y razonar las posiciones, el insulto fácil se constituye en un factor adicional de la crisis de credibilidad que padecemos.
Cuando algunos ``filtradores'' del aparato de procuración de justicia juegan a informadores; algunos periodistas se erigen en fiscales de sus colegas; algunos jerarcas religiosos pretenden desempeñarse como auditores, y algunos dirigentes políticos del mismo signo intercambian epítetos más altisonantes que los que emplearían contra líderes de partidos rivales, se alienta la confusión, se trastocan los papeles que deben desempeñar los agentes sociales y se distrae innecesariamente la atención de la sociedad de las tareas realmente sustantivas de la agenda nacional: la preservación de la soberanía; la búsqueda de alternativas para salir de la crisis económica y retomar el desarrollo; la democratización efectiva del poder público; el combate a la corrupción, a la impunidad, el narcotráfico y la inseguridad; la reactivación del agro y la dotación de vivienda, servicios, educación, salud y alimentación a una mayoría nacional que vive por debajo del nivel de pobreza; la formulación de reglas de convivencia digna y justa entre los indígenas y el resto del país.
Por supuesto, el exhorto del presidente Zedillo a elevar los niveles de las polémicas y a proceder con respeto y civilidad no debe ser interpretado o ejecutado como una forma de censura, ni debe ser cumplido simplemente porque ``lo ordena el Presidente''. Sería deplorable que los atendibles propósitos presidenciales fueran instrumentados, desde algún sector del poder público, para ejercer presiones ilícitas o actitudes censoras hacia los medios y ciudadanos aludidos ayer por Zedillo. Aunque es significativo y saludable que el mandatario se sume a la creciente molestia social por la degradación de los debates y por la utilización, para dirimir pleitos que se vuelven personales, de espacios y tiempos que debieran privilegiar temas mucho más urgentes y necesarios, la distensión de las discusiones y el cese de las declaraciones escandalosas debe provenir de las convicciones éticas de los propios involucrados.