Sin duda, lo más relevante de esta temporada de Teatro Clandestino es la aparición como dramaturgo de Víctor Flores Olea, hombre culto, analista político, escritor y fotógrafo y, lo que aquí es más importante, miembro de esa generación de ex marxistas que muy pronto hicieron a un lado su primitiva ideología para recorrer los pasillos del poder; desilusionado, como otros, por las prácticas antinacionales que sufrimos, Flores Olea recupera su reflexión crítica y ahora ofrece un texto acerca del final del salinato. Sea como sea, la obra puede interesar como un ejercicio de análisis del poder, desde la ribera de alguien que alguna vez lo tuvo cerca, más que como obra de teatro muy a pesar de la dramaturgia que sobre ella realizó José Ramón Enríquez. No se trata únicamente de que no exista conflicto para el protagonista --que los cánones ya casi no existen en nuestra época-- sino de que éste, el Jefe (Carlos Salinas de Gortari) hablara el mismo lenguaje con esa especie de conciencia vidente que es el profesor, que con El Incógnito (se pretende José Córdoba Montoya) o con el casi coro constituido por los consejeros que igual pueden ser los miembros de su gabinete: el doble lenguaje de nuestros gobernantes, y que tan inteligentemente se manejó en el sexenio pasado, hubiera resultado mucho más interesante desde el punto de vista político y teatral.
Los contrapesos marcados por el mentor y por El Amigo (que resulta ser Manuel Camacho, con lo que el texto cobra un tinte camachista) no resultan suficientes. José Ramón Enríquez se vale de muchos recursos para hacer un espectáculo pasablemente teatral. Algunos no resultan muy afortunados, como las actitudes de miembros del gabinete --así parecen, por estar tapados-- o consejeros como pide el original. Otros no son sólo felices, sino incluso muy brillantes, como el juego de los lápices y los candidatos. Los close-up en video, que por primera vez le vimos a Wadja en su Hamlet IV, bien utilizados. Los jóvenes actores, más pendientes de su caracterización que de sus actuaciones, por momentos parecen paródicos: las escenas entre El Jefe y El Incógnito son como de farsa infantil, tan, pero tan, villanos (cacle,cacle) que se pierde toda intención.
En la muy desigual temporada se presenta también un buen grupo de Ciudad Juárez (a quien le vimos hace poco un delicioso Médico a palos para el Teatro Escolar en los Estados, amén de otros trabajos que le conocemos), La Otra Compañía, encabezado por Octavio Trías. En esta ocasión escenifican una obra del también norteño autor, el sonorense Jorge Celaya, con lo que Casa del Teatro amplía sus horizontes. Por desgracia, Ley fuga no rebasa el acentuado maniqueísmo de los autores fronterizos, que en esto se hermanan con el primitivo teatro chicano: buenos, todos los de este lado de la frontera y malos los del otro lado. Nadie niega la brutalidad de los estadunidenses del sur ni los agravios que cometen contra nuestros indocumentados, pero tampoco se puede hacer mártires de los polleros cuya conocida inhumanidad corre pareja en muchos casos con la de nuestros malos vecinos. Así, lo que podría ser valioso testimonio dramatizado se convierte un tanto en texto panfletario.
Trías adapta la obra a sus necesidades, eliminando a un personaje clave como es el niño y, en cambio, convierte las palabras dichas en un coito apresurado, en una lentísima escena de desnudos, gratuitos y que suprimen la violencia que el autor quiso darle al acto. Los actores demuestran toda su solvencia.
Tabasco negro de Víctor Hugo Rascón es la más afortunada de las tres obras en esta temporada y resulta una más de lo que parece una serie en la que el dramaturgo --y ahora también narrador-- pinta dramáticamente (en el sentido de literatura dramática, la que está escrita para ser escenificada y no en el sentido popular del término) la realidad inmediata. Situación política y relaciones personales y la manera en que la una incide en las otras y viceversa, en una trabazón de la que nadie, así muchos la nieguen, puede escapar; personajes bien delicados y de varias dimensiones, sostienen esta pequeña obra que rebasa su circunstancia. Se trata también del poder y la corrupción que entraña, con sus intentos de ocultar lo que ya es inocultable: el daño ecológico e incluso los daños mortales que el mal manejo de Pemex (pueda leerse a mayor amplitud la rapacidad de un progreso mal entendido a nivel mundial) y las imposiciones del extranjero producen en Tabasco.
El buen texto fue encomendado a Sandra Félix, una de nuestras más talentosas directoras jóvenes, con tal poder de convocatoria que conjuntó un excelente reparto, del que la directora extrae todas sus posibilidades. Así, Miguel Córcega es ese ingeniero de muchas complejidades, Marta Aura matiza de manera exacta a Diana. Zaide Silvia Gutiérrez conmueve mucho en su ingenua Lola y Patricia Llaca, la más joven, casi debutante, no se ve opacada por los otros tres actores. Sandra maneja un trazo escénico limpísimo, sin más efectos que las necesarias videograbaciones y las voces airadas que se confunden con las jaquecas del Ingeniero.
Las escenografías de las tres obras son de Carlos Trejo, muy funcionales para cada una de las obras, aunque quizás para este tipo de proyecto resultan mejor ambientaciones más sencillas.