A la ciudad la azotan los resabios de algún huracán. Bajo su lluvia y en sus calles resbaladizas el Centro Mexicano de Escritores cumple cuarenta y cinco años de vida, en una casona de fiestas cuyo número es simétrico: 777. La parte única que sostiene al asombroso país en que vivimos es la de sus pequeños formatos, dado que todos los grandes están en crisis. Y de cualquier modo, el formato de esta fiesta es pequeño, pues convoca a un grupo en sí mismo reducido: escritores, que celebran un cumpleaños más del sitio que los ha reunido, un centro diseñado para que así fuera y que ha logrado serlo contra el viento y la marea de este tiempo mexicano tan ingrato.
Razones para su eficacia? Varias, coherentes y constantes. La primera es que el Centro fue edificado por escritores, sensibles a la tarea de la reproducción literaria, al mantenimiento de la tradición, al cuidado de su cuerpo escrito. La segunda es que fue planeado para nunca exceder su tamaño de origen y siempre mantener su calidad: lleva cuarenta y cinco años de lograrlo. La tercera es la generosidad de quienes lo han sostenido, también unos cuantos. Todos los rasgos funcionales y orgánicos del Centro corresponden al de los pequeños formatos, al de las pequeñas esferas acústicas donde las cosas son esencialmente oportunas, exactas.
Por eso la fiesta tiene un tono de familiaridad divertida: se encuentran quienes se conocen y últimamente no se han visto, una cofradía donde las nostalgias son equivalentes al paso de la edad. Como está estratificada las edades de sus cófrades van de los primeros treinta hasta los setenta y un poco más, la nostalgia se disuelve y deja paso a una confortable sensación de pertenencia. En el amplio salón de la comida deambulan, discretos, un puñado de los muertos ilustres del Centro que confirman el postulado de que toda cultura se alza sobre las tumbas: por ahí deben flotar Juan Rulfo, lacónico becario mítico; Alfonso Reyes, grafógrafo insaciable; Franciso Monterde, presidente ecuánime de la amplia mesa de una vez cada semana; José Carlos Becerra, trágico héroe de la poesía; Rosario Castellanos, narradora visionaria; Emilio Uranga, Fausto de flameante, amarga inteligencia; Jorge Ibargengoitia, profeta clásico y satírico. Y alrededor de ellos caminan los vivos. La fiesta va a comenzar.
Algunos llevamos a cuestas nuestras obras completas para entregárselas a quien en sí mismo es el Centro: Felipe García Beraza. La acción ya ha sido hecha por otros y será vuelta a hacer por los que vendrán, en un ritual comunitario que completa el mecenazgo recibido e informa que se alcanzó el sentido artístico que se buscaba: convertirse en escritor. Como toda tarea cumplida, tiene algo de escolar. Y el resultado se le muestra a ese centro del Centro que ama las letras pero que nunca ha querido hacer saber si las ejerce. La silla de don Felipe rebosa de libros, cómo se sentará?Desde luego, el destino de los asistentes es como el de cualquiera: desigual y combinado, aun en lo literario. Pero la reiteración de tantos que acostumbran lo mismo de diferente modo, suaviza el drama emocional que suele invadir a sus practicantes haciéndoles creer que su sino es único. El Centro habla de sí mismo y Carlos Montemayor conduce la ceremonia, después de una comida de buenas viandas y bebidas, donde entre mesas corren las ironías del caso, dado que sus dueños son diestros en el lenguaje y, sea cualquiera su edad, se les impone una atmósfera de aprendices que en sordina relajean, como antes los miércoles, hace mucho tiempo o hace menos.
Por el micrófono desfilan unos cuantos funcionarios de discurso previsible que provocan que desde una mesa un novelista recuerde una cita china: cuando no hay virtudes sólo quedan en pie los ritos. Los comensales asienten.
Otros dos platican de la llegada del budismo a México, heredado por la penetración beatnik de los cincuenta. Se recibe con sorna un extravagante saludo de parte del presidente. Alguien decide exhibir un breviario verbal sobre actividad volcánica que resulta atropellado. Una poeta habla de un encantamiento seguro para seducciones y saberes. Otro pregunta si podría editarse una antología. Uno más revisa la lista de miembros para indagar qué fue de los que no están. La más joven del grupo, narradora, lleva un largo velo atado a la cabeza.
Juan José Arreola, a través de un mensaje, culpa a Cronos por su ausencia en la celebración, Héctor Azar va por segunda vez hacia el micrófono, la primera sólo llevó del brazo a doña Griselda, la actual presidenta. Sus palabras, como las de Silvia Molina, son la voz de los becarios que agradecen, reconocen, cumplimentan. Un brindis que a su salud se le hace rubrica la representación. Danzan sus ojos burlones y su sonrisa de gato viejo, mientras la comida recibe noticias que matizan el regocijo. Es Carlos Montemayor el que las provee, quien ha continuado las tareas tutoriales desde hace quince años, después de ser becario en dos ocasiones: hace cinco años, dice, el Centro estuvo a punto de cerrar, pero apoyos generosos lo impidieron. ``Escriban. Escriban mucho. Sigan escribiendo''. Los aplausos recompensan el buen deseo que Montemayor ofrece al final para todos, como un imperativo categórico, aceptablemente ineludible y justificadamente gremial.
A la salida hay abrazos, intercambio de teléfonos, algunas promesas de encuentros que no se van a cumplir. Cuando a Carlos Montemayor se le pregunta por cómo ayudar al Centro contesta que escribiendo de él, haciéndolo notar. Así, explica, su importancia no escapará para sus benefactores y su alta misión proseguirá.
Para la próxima temporada de huracanes el Centro cumplirá un año más, algunos epifenómenos del colapso nacional habrán desaparecido entonces pero este pequeño formato continuará fiel a sí mismo, haciendo lo mismo que ha hecho hasta ahora y haciéndolo bien.