La Jornada 14 de julio de 1996

MAR DE HISTORIAS Cristina Pacheco
El mensaje secreto

Pablo tardó un año en realizar su sueño: morirse. Si no ocurrió antes fue porque entre todos construimos un cerco de amor, atenciones y miradas para impedirle huir de la vida. Nos inspiró la más noble de las intenciones; ahora entiendo que actuamos mal. La prueba está en que nuestros afanes no hicieron feliz a mi hermanito; al contrario, ahondaron su soledad.

Pablo comenzó a sentirse solo desde la mañana en que su gemelo, Damián, amaneció enfermo en el lecho compartido. Por la tarde la fiebre y el desgano se

acentuaron; en la noche lo llevamos al hospital, donde no le permitieron entrar a Pablo. Antes de ese momento los mellizos jamás se habían separado.

Lo que supusimos un malestar pasajero se complicó; Damián tuvo que permanecer en el sanatorio más tiempo del previsto. A mis padres y a mí --siete años mayor que mis hermanos-- esto nos inquietó, sobre todo cuando notamos que el decaimiento de su mellizo se reflejaba en Pablo. Mis padres consultaron al doctor. El los tranquilizó, argumentó que era una reacción natural y aconsejó que entre todos lo animáramos.

Desde ese momento nos dedicamos a trasmitirles a los niños mensajes positivos, medio inventados por el deseo de disminuirles el dolor de la separación: ``Anímate, no seas tontito: Damián volverá a la casa muy pronto''. ``No llores, el doctor está a punto de conseguir un permiso especial para que Pablo te visite''.

Cuando recuerdo la expresión incrédula con que mis hermanitos nos escuchaban, comprendo que ambos presentían que no volverían a verse: Damián murió antes de cumplir los cinco años, no tuvo oportunidad de continuar la conversación con su mellizo. Fue tan animada que mi madre tuvo que entrar en su cuarto para imponerles silencio: ``Niños ¿no se cansan de hablar? Ya duérmanse, mañana siguen con su platicadera''. Por desgracia, para mis hermanos ese mañana jamás llegó.

II

Deshecha como estaba, mi madre suplicó que no le comunicáramos la mala noticia a Pablo: ``Es demasiado pequeño para enterarse de golpe de una cosa tan terrible: puede enfermarse... Después, poco a poco, le diremos que su hermanito se fue''. Mi padre estuvo de acuerdo y le pidió a su hermana Idalia que retuviera al niño en su casa hasta terminado el novenario. Ella aceptó y pidió autorización para llevarse a Pablo a Cuernavaca: ``El clima le hará bien, pero no se preocupen: no está enfermo, sólo muy decaído''.

Mi mamá no tuvo valor para despedirse de Pablo. Mi padre y yo fuimos a llevarle su maletita y, con ese pretexto, comprobar que el niño estaba bien. Cuando llegamos a la casa de mi tía Idalia, mi hermano

apenas respondió a nuestras expresiones de cariño. Rápido nos pidió noticias de Damián. ``El está bien'', dijo mi padre con voz temblorosa. Esforzándome para no llorar repetí la frase; luego, para impedir que Pablo hiciera más preguntas, me apresuré a justificar la ausencia de mamá; ``Tiene mucha gripa y no quiere contagiarte; por eso le ha pedido a mi tía que te lleve a Cuernavaca''.

Pablo no estaba enterado del proyecto y llorando se negó al viaje. Tuvimos que suplicarle que nos explicara el motivo: temía que en su ausencia Damián regresara a la casa. Mi papá no tuvo otro remedio que seguir mintiendo: ``Si es por eso, no te preocupes. El doctor nos dijo que tu hermano tendrá que pasarse otro ratito en el hospital. Cuando salga ya no volverá a enfermarse y ustedes estarán todo el tiempo juntos. Es lo que quieres ¿no?'' Pablo me consultó con la mirada pero no tuve el valor de sostenérsela.

La visita fue muy breve. Antes de despedirnos Pablo me llamó aparte: ``Oye, ¿crees que Damián se alivie?'' Le dije que sí, pero al ver que no me creía agregué: ``Nunca te he dicho mentiras''. Me sentí descubierta cuando él arguyó: ``Y si se va a curar ¿por qué todos están tristes?'' Rápido le contesté: ``Porque vemos que no estás contento y sabemos que no quieres comer. Mira cómo estás de flaquito''.

Pablo no me oyó. Sacó de la bolsa de su pantalón una hoja de papel doblada: ``Llévasela a Dami''. Vi una buena señal en el gesto de mi hermano y me alegró: ``Qué lindo, seguramente es un dibujito. ¿Puedo verlo?'' ``No, es un mensaje secreto'', respondió. Su tono era tan triste que lo abracé y terminamos llorando.

III

La última noche del novenario sonó el teléfono. Contesté. Era mi tía Idalia, pero me costó trabajo reconocer su voz deformada por el llanto. Temí que le hubiera sucedido algo a Pablo. ``No, no está enfermo, pero sucedió algo terrible: ya sabe que su hermanito murió''. Consideré que Idalia hubiera cometido una indiscreción involuntaria y se lo dije. ``No. ¿Cómo crees que iba a hacer una cosa así? Lo que sucede es que el niño vio la esquela en el periódico. Lo encontré mirándola''.

Sentí un brevísimo alivio: ``Pablo no sabe leer. A lo mejor le llamó la atención por otra cosa''. Mi tía demoró en contestarme unos segundos que me parecieron una eternidad: ``No. Cuando se dio cuenta de que lo estaba observando, puso su dedito en la esquela y me dijo: Aquí sale que Dami murió. No me atreví a contradecirlo y ahora no sé qué hacer''.

En ese momento lo que más me importaba era oír a mi hermanito: ``Pásamelo, quiero hablar con él''. Escuché los gritos de mi tía llamando a Pablo, decirle que era yo y repetirle las frases hasta que, al no obtener respuesta, se dio por vencida: ``Lo siento, Pablo no quiere tomar el teléfono. Parece que no me oye. Desde que supo la noticia está así. ¿Qué hago? Pregúntales a tus papás''. Todos decidimos que Pablo regresara a casa.

IV

Pablo llegó la tarde siguiente, sin que hubiéramos tenido tiempo ni ánimo para decidir si transformábamos o no la habitación que había compartido con su mellizo. Si esto era terrible por las inevitables consecuencias en el ánimo de Pablo, mucho peor resultaba no saber cómo le explicaríamos el significado de la muerte. Comprobé que no hay palabras lo bastante suaves, ni pequeñas, ni dulces para no lastimar a un niño de cinco años.

Al ver a Pablo corrimos a abrazarlo. Desesperada, llorando, mi madre le decía: ``Mi niño lindo, júrame que tú no vas a dejarme''; mi padre se ofreció, también entre lágrimas, a volverse su compañero de juegos y firmó un pacto al tomar entre sus manos las de Pablo. No supe qué decir. El miedo de haber perdido el amor y la confianza del niño me enmudecieron.

La situación se volvió aún más difícil cuando mis padres intentaron explicarle a Pablo el proceso de la enfermedad de Damián y su desenlace. Con frases entrecortadas y palabras a medias reconstruyeron nuestros días más terribles. Cuando terminaron guardamos silencio en espera del llanto de mi hermano, pero él sólo dio media vuelta y se encaminó a su cuarto sin que nos atreviéramos a impedírselo.

Era mi oportunidad de hablar a solas con él, de explicarme y recuperarlo. Lo encontré acostado junto a la pared, precisamente en el sitio donde su mellizo había dormido hasta antes de irse al hospital. ``¿Puedo sentarme contigo?'' le pregunté. El no me contestó. No dijo nada cuando pretendí justificar mis mentiras; ni siquiera habló cuando le aseguré que había cumplido su encargo: ``Al otro día de que te llevé tu maleta, sin decirle a nadie fui al cementerio a visitar a Dami. Enterré en su tumba el mensaje secreto. Tal como tú me lo pediste, no lo vi; te juro que no lo vi'', acabé gritando.

Sólo entonces Pablo se volvió a mirarme. En sus ojos percibí una luz muy extraña. Ahora comprendo que era un mensaje que él me enviaba desde su silencio. Tardé un año en descifrarlo, los mismos doce meses que él se demoró en reunirse con su mellizo. Me gusta saberlos juntos y sentir que logré recuperar su confianza y su amor porque no los traicioné.