La Jornada Semanal, 14 de julio de 1996
Entre los juegos más espectaculares inventados por el homo
ludens, nuestra especie entrañable, el basquetbol ocupa un sitio
de honor. Estamos en el United Center de Chicago. Es el sexto juego de
la serie por el campeonato de la NBA, la liga profesional de los
Estados Unidos. Gary Payton, jugador de color (negro) de los Sonics de
Seattle, llamado Bocaza por su incontenible afición a parlotear dentro
y fuera de la cancha, ha conseguido evadir la marca inexorable de los
Toros locales, que buscan recuperar el título con el inefable Michael
Jordan al frente. Manejando el balón como un ilusionista, Payton logra
embaucar a tres rivales por una fracción de segundo, salta por encima
de ellos -en forma inexplicable, si se observa la estatura de sus
recuperados centinelas- y con un fugaz movimiento de muñeca suelta su
disparo. Rotando en el espacio con levedad asombrosa, hipnotizado, el
balón dibuja un arco iris en el aire y al caer desarrolla una
velocidad pasmable; como aspirado por una fuerza repentina, trasciende
el aro sin rozarlo siquiera, y se detiene un momento entre el dócil
tejido de la red, antes de regresar a la duela. Yessss, exclama
con prepotencia yuppie el cronista de la televisión
local. "¡¡¡Pura red!!!!!", grita el locutor cubano de la ESPN, con un
alegre saborcito criollo.
Durante un juego de la NBA, es muy común ver estos alardes. Exuberancia del prodigio. Los gringos inventaron el basquetbol y lo han llevado a un nivel de excelsitud inigualable. Y aunque hoy se juega en todo el mundo, el basquet es uno en Cuba, Lituania, Australia o Puerto Rico (por nombrar cuatro países donde se practica con apreciable calidad), y otro en los Estados Unidos. Aquí, el juego descubre su cuarta dimensión. Las tensiones entre defensa y ataque alcanzan un raro equilibrio: cada punto representa una verdadera proeza, y sin embargo las anotaciones son más frecuentes que en cualquier otro deporte (con la evidente excepción del boliche). Paradoja difícil de expresar: el ritmo es trepidante; los jugadores, en su mayoría negros, hubieran disipado con su sola figura los más rebuscados argumentos del III Reich; el balón es grande; la canasta, en proporción, más bien mezquina; la marca es cerrada, pegajosa, más sofocante si se considera la brevedad de la cancha... y anotar es la norma. Además -aunque pueden producirse marcadores abultados o el predominio de un equipo a lo largo de un torneo, incluso durante varias temporadas-, el nivel competitivo de la NBA refleja un notablebalance. Cualquier aficionado sabe que Chicago difícilmente podrá ganar el título el año próximo, a pesar de que durante la temporada regular 95-96 sólo perdió once juegos.
Hay que admitirlo: la manera en que los gringos practican el basquet hubiera complacido al mismísimo Zeus. Una, entre muchas razones, radica en la espectacular prosperidad de sus fuerzas colegiales. El basquetbol participa en Olimpiadas a partir de 1936; desde entonces y hasta 1968 los estadunidenses obtuvieron medallas de oro con selecciones universitarias. Fue en Munich '72, en aquellos juegos marcados por la irrupción de un comando palestino en la Villa Olímpica, cuando el equipo ruso de baloncesto les arrebató el sitio de honor con un polémico enceste de último segundo. (Por si fuera poco, los rojos dominaron la tabla general de medallas, a pesar de las brazadas impetuosas de Mark Spitz, el tiburón de California). El berrinche de los basquetbolistas yankees fue tal que se rehusaron a presentarse en el podio para la entrega de su honrosa plata. Las cosas se normalizaron en Montreal '76, el año en que Nadia Comaneci y los jueces de la gimnasia femenina vulgarizaron la idea griega de perfección, y Daniel Bautista le dio a México otra de sus escasas satisfacciones. En 1980, con los juegos devaluados y boicoteados, Yugoslavia se llevó el oro. Estados Unidos no participó, así es que no hubo lugar a impugnaciones.
Los Juegos Olímpicos, antiguos y modernos, siempre han representado un momento inmejorable para poner a prueba las ideas filosóficas, bélicas, sociológicas, genéticas, cosmogónicas, étnicas y psicológicas de los participantes. La Tregua Sagrada siempre ha sufrido el acoso de los necios que aspiran a controlar el mundo en nombre de algún dogma. Las guerras del boicot en Moscú 1980 y Los çngeles 1984, fueron un pretexto para evadir las crecientes dudas que agobiaban a los representantes de los dos principales modelos económicos respecto a la supremacía universal de sus respectivas patrañas. Pero ambas partes debieron reasumir la necesidad de confrontarse periódicamente con argumentos menos devastadores que las bombas de hidrógeno o el napalm. Más que una tregua, una catarsis para atenuar la neurosis de las batallas estilo siglo XX. La reanudación de los encontronazos deportivos provocó, inevitablemente, otras patologías, sobre todo en los cerebros obsedidos de esos notables Maquiavelos de nuestros días: los presidentes de los Comités Olímpicos. Las inversiones tornábanse más y más groseras, y la exigencia de resultados más y más abrumadora. A pesar de que la experiencia del '72 había ciscado a los gabachos, que sintieron aquella derrota como una afrenta nacional, y aún más, como la inminencia de un desastre con posibles repercusiones en la Casa Blanca, su equipo de basquet ganó Montreal '76 y los çngeles '84 (sin rusos ni "yugos" al frente) con su fórmula tradicional: selecciones colegiales. Pero la paranoia de la derrota se desató en Seúl '88. El júbilo de los norteamericanos ante la descalificación de Mr. Anabólido, Ben Johnson, con la consecuente transferencia del oro a Carl Lewis, no alcanzó a pacificar el encono nacional ante la nueva derrota. Aunque los medios atribuyeron el revés a las inconcebibles manías defensivas del coach , simple y llanamente la quinteta rusa los superó. Ese mismo año, Estados Unidos se vio desplazado al tercer lugar en el cuadro general de medallas, después de la URSS y de Alemania del Este. Ni el mito de los laboratorios fabricantes de superatletas desalmados en las gélidas estepas alcanzó a contener la ira y la preocupación de público, gobernantes, mercaderes, embajadores y narcotraficantes de la Tierra Prometida. Fue entonces cuando surgió la idea macabra, el Dream Team, bajo el peregrino alegato de que el deporte en los países socialistas era un madriguera de profesionales furtivos.
Desde su nombre, este endriago del triunfalismo es un limpio reflejo del sueño americano: irrebatible, definitivo, apabullante, inédito, proyectado como un salto decisivo hacia la inmortalidad. Su idea es clara, terminante: cerrar positivamente el camino a la derrota, abolir la idea convencional del éxito. Un sueño apoyado en el refranero pragmático: "La confianza mata al hombre", "Una cosa es competir; otra, que tu enemigo aspire a ganarte", "Triunfar no es lo más importante... es lo único", "La compasión es una virtud apreciable, aunque incompatible con las leyes básicas de la supervivencia", y esta joya que conduce, desde las salas del arte, a la corona de laurel: "Cuando ves al Bolshoi representar El lago de los cisnes, sabes de antemano quién debe morir y quién será el sobreviviente..." (Who dixit? Vitaly Smirnov, miembro a todas luces soviético del COI, uno de los principales promotores de la inclusión de basquetbolistas profesionales en Juegos Olímpicos).
Las altas miras del Dream Team (la más visible premonición del espectáculo globalizador) se definen con el uso fecundo del modo infinitivo: arrollar, dominar, batir, aniquilar, destrozar, aplastar, desbaratar, asolar, hundir, aturrullar, y, si fuera posible, dispersar al contrario. Establecido el concepto, los medios aparecen a la mano: acatar sin hipocresías la superioridad cósmica del basquetbol estadunidense (ni modo), y conformar un equipo im-ba-ti-ble, más allá de las mojigatas consideraciones que sólo entorpecen el camino a la hegemonía. Nueva proliferación de verbos a la medida del ensueño: destripar, estrujar, despanzurrar, diseccionar, comprimir, machacar, invalidar históricamente al enemigo (también llamado "disidente", de acuerdo a la nueva política mundial).
En Barcelona '92, el Dream Team barrió a sus antagonistas, con cierta displicencia, por un margen promedio de ¡cuarenta y seis puntos! En la Gran Final, Croacia se adjudicó el cuestionable mérito de reducir ese margen a sólo 32 tantos. Garantizado el dominio, la diversión se transfigura en exigencia de récords: los partidarios del monstruo discuten ahora mismo si el Dream Team '96 será superior al de '92, si abatirán a "los otros" por una diferencia mayor. Por lo pronto, la lista del equipo suena como para estremecer a cualquiera, morbosos o indignados: Glen Robinson, David Robinson, Karl Malone, Scottie Pippen, Hakkemm Olajuwon, Anfernne Hardaway, Shaquille O'Neal, Grant Hill, Reggie Miller, Charles Barkley, Tim Hardaway, y John Stockton, el único blanco de la tribu (Whites can't jump, según la excelente comedia cinematográfica que celebra la superioridad de los negros en las duelas).
Pero, ¿quién es el público del Dream Team, quién aspira a ser testigo de un repaso con desenlace indefectible? Los boletos para cada uno de los juegos del DT se han esfumado (Argentina, Croacia, Angola y China se alistan para absorber las palizas de la primera ronda). Desde luego, aquellos que pueden y quieren pagar para presenciar en vivo el espectáculo pertenecen, en su mayor parte, a los incondicionales de la parcialidad. Y en el más vasto escenario de la Tierra, no es difícil ubicar la tribuna donde ya corean el triunfo los partidarios del consenso, los fanáticos de la unanimidad sin tapujos, los indeclinables seguidores del arrasamiento perpetuo. Entre los demás -esa inmensa mayoría que ve en el Equipo de Ensueño la infaltable personificación de los abusivos que han impuesto a demasiados pueblos su lógica de la explotación, para luego exhibirlos en el circo-, siempre queda la esperanza de un milagro, o bien la simple conciencia de que el Dream Team, a la manera de los recurrentes tiranos que han agobiado al mundo, pasará a la historia por su arrogancia, y no por sus dudosas hazañas, fincadas en la suprema inferioridad del de enfrente.