La Jornada Semanal, 14 de julio de 1996
1. Detesto las ceremonias inaugurales porque aún no hay competencias;
detesto las ceremonias de clausura porque ya dejó de haberlas. De ahí
que a la pregunta: "¿Viste la inauguración?", la respuesta adecuada
sea: "No, a mí me gustan las Olimpiadas".
2. Del latín, sé Citius, altius, fortius, y del griego, Nike.
3. Uno se perdería la Olimpiada con tal de no oír:
a) Que estos ya no son atletas sino productos del laboratorio.
b) Que el comercialismo está a punto de acabar con el espíritu olímpico.
c) Que esas mujeres parecen hombres. Que dónde quedó la femineidad.
d) Que dentro de poco las gimnastas serán niñas de cinco años. (Adjunto: La gimnasia es tan bella que parece ballet. Los rusos son muy buenos en gimnasia porque con esos fríos no cesan de moverse.)
e) Que (con el perdón de George Orwell) "el deporte internacional es la guerra sin disparos".
f) Que los atletas mexicanos de marcha y maratón volvieron a entrenar en Bolivia, para tener luego todo el oxígeno a nivel del mar, porque nadie les dijo que el problema en Atlanta sería de nuevo, como en Barcelona '92, la humedad.
g) Que alguien es bueno en levantamiento de tarro, barra libre y jaibolina.
4. Me pregunto, como un modesto videohamlet, como un prufrock del surfing de canales con el control remoto: ¿Veré el waterpolo? ¿Incurriré en el hockey sobre pasto? ¿Qué hacer con las competencias de vela? Y llegado el momento, ¿me atreveré con el volibol de playa?
5. No quiero dramatismos; se me eriza la piel de pena ajena viendo al marchista tullido que en un gran golpe de autoconmiseración cruza la meta a las doce de la noche; a la mujer maratonista que sobreactúa su fatiga en la llegada igualmente tardía al estadio. No quiero, ante la prensa, lágrimas del gimnasta que salió positivo en el doping porque se tomó una aspirina sin querer, o de la clavadista que se resbaló en el trampolín, perdió la calificación y ahora llora mientras el coach la cubre con una toalla larga y paternal. Apartad de mí la imagen de un palestino y un israelí abrazados mientras dan una vuelta al estadio demostrando que la hermandad es posible. Fuera del estadio las palomas y, peor, las tomas de palomas caminando por el tartán de la pista. Yo quiero acción y temas duros. Fibra, derroche físico, cierres ciclónicos. ¡Y una plebe frenética aplaudiendo!
6. Ya me preocupan los horarios de transmisión televisiva de Sidney 2000.
7. Los levantadores de pesas deberían hacerlo con una capa y un turbante puestos. Las lanzadoras de bala deberían tener barba o un gran perol en cocción junto al círculo de lanzamiento. Los lanzadores de jabalina deberían vestirse como Peter Pan, los clavadistas, como Elvis al cantar en Las Vegas. Los lanzadores de martillo deberían hacer lo suyo con camisetas de manga recortada, jeans, botas vaqueras y un tráiler al fondo. Por lo demás, todas las del nado sincronizado, sean del país que sean, son nuestras primas, las hija de la Nena que viven en Taxqueña.
8. No estaría mal que se dejaran de hipocresías y permitieran en competencia -igual que los utilizan en las prácticas- el uso de esteroides. Como dijo Bertolt Brecht, y quizá intuyó Ben Johnson, el gran deporte empieza en el punto en que ha dejado de ser saludable.
9. "Soy el maestro de atletas, quien pecho a pecho prueba la mayor anchura del suyo." No, Walt Whitman, no: conformémonos con prender la televisión y mirar cómo otros prueban sus anchuras.
10. Las mejores Olimpiadas son las primeras que uno vive a conciencia. En mi caso, México '68, cuando yo tenía doce años. Nadie saltará (aunque ya hayan roto el récord) 8.90 metros de largo como Bob Beamont. Nadie correrá los doscientos metros categoría femenil como la gacela negra, con nombre de pantera, Wyoma Thyus. Nadie saltará hacia atrás (y fue el primero) como Dick Fosbury para librar la barra a más de dos metros de altura. Nadie correrá los cien metros como Bob Haynes. Nadie pistoneará un juego de basquetbol como El Enano Yoyo White. Nadie levantará un toro o un Volkswagen como el halterófilo ruso Sabotinski, capaz de devorar cuatro melones con todo y cáscara de un solo postre, y llevarse del comedor otros cuatro para la merienda a su habitación de la Villa Olímpica. Nadie correrá el maratón como el etiope Mamo Golde, digno sucesor del también etiope Abebe Bikila, maratonista descalzo que ganó el oro en Tokio '64. A Golde tampoco lo olvidaré, porque lo vi pasar a medio metro en una esquina de Amsterdam y Sonora, en la colonia Condesa; Golde, ligeramente desprendido del pelotón, iba rumbo a Insurgentes, rumbo el estadio de CU, rumbo al oro, y a su paso me dejó un tufo maratónico que no acabará nunca de disiparse en mi memoria.
Personajes:
Marchista 10
Marchista 12
Marchista 30
Marchista 9
Lugar de acción:
Una calle citadina, convertida en pista para la Caminata de 20 kilómetros en el estilo marcha.
(Con el peculiar modo de avanzar de los competidores de las pruebas de Marcha, sin despegar ambos pies del suelo al mismo tiempo, moviendo en vaivén la cintura y braceando con los antebrazos por enfrente. aparece un atleta: Marchista 10. Viste uniforme: pantaloncillo corto, camiseta sin mangas con el número 10 estampado al frente y en la espalda. Marchista 10 avanza, avanza, avanza... Va seguramente en punta después de haberse desprendido del grupo que encabeza la caminata.)
Marchista 10: Tengo que ganar... tengo que ganar... tengo que ganar...
(Transcurren 30 segundos. Aparecen, con sus respectivos uniformes y números, Marchista 12 y Marchista 30. Avanzan muy parejos entre sí, tratando de alcanzar a Marchista 10.
Marchista 10 siente la proximidad de los competidores y se esfuerza: aprieta el paso, consigue ampliar por un momento su distancia de ventaja.)
Marchista 10: Tengo que ganar... tengo que ganar... tengo que ganar...
(Marchista 12 y Marchista 30, siempre muy parejos, aceleran su marcha y empiezan a acortar la distancia que los separa de Marchista 10.)
Marchista 10: Tengo que ganar... tengo que ganar... tengo que ganar...
(Marchista 12 y Marchista 30 se emparejan a Marchista 10. Durante un lapso, se entabla una peleada batalla por la punta. Marchista 10 conserva la delantera pero Marchista 30 empieza a rebasarlo. Lo rebasa.)
Marchista 10: Tengo que ganar... tengo que ganar... tengo que ganar...
(Marchista 12 rebasa también a Marchista 10. Ahora Marchista 30 va en la punta, seguido muy de cerca por Marchista 12. Atrás queda Marchista 10, aunque todavía muy próximo a sus competidores. Se esfuerza por alcanzarlos y recobrar la punta. No lo consigue.
Detrás de Marchista 10 aparece Marchista 9 que viene avanzando muy rápidamente.)
Marchista 10: Tengo que ganar... tengo que ganar... tengo que ganar...
(En la punta: Marchista 30 y Marchista 12 pelean por el primer puesto. Lo consigue y lo mantiene Marchista 30, mientras Marchista 9 rebasa a Marchista 10, desesperado éste en su esfuerzo por no quedarse atrás, por recuperar la punta.)
Marchista 10: Tengo que ganar.. tengo que ganar.. tengo que ganar...
(En forma sorprendente, Marchista 9 alcanza a Marchista 12 y a Marchista 30. Se les empareja. Los rebasa. Gana la punta y desaparece.
Marchista 30 ha ganado distancia a Marchista 12 y también desaparece, en seguimiento de Marchista 9.
Marchista 10 se ha quedado a la zaga, y pese a su esfuerzo es evidente que no logrará alcanzar siquiera a Marchista 12, que es el único de sus competidores aún visible. Finalmente, Marchista 12 desaparece del esenario en su continuado avance.
Sólo queda visible, como al principio, Marchista 10, caminando imparablemente, sudando, esforzándose, pensando:)
Marchista 10: Tengo que ganar... tengo que ganar.. tengo que ganar...
(Oscuro final.)
En la carrera de relevos, desde la Antigüedad, se trataba de atenuar
lo más posible el hecho dramático del paso de la estafeta de un
corredor a otro, con el objeto de dar la impresión de que la carrera
fluía homogénea y sin sobresaltos, llevada a cabo por un único
superatleta y no por cuatro atletas comunes y mortales que astutamente
se repartían el esfuerzo. Se trataba en cierta forma de no despertar a
los dioses de su sueño, y es probable que el trozo de madera que
servía de estafeta representara al propio dios, que había que pasarse
de mano en mano con mucho cuidado, para que siguiera dormido. El
riesgo era enorme y hay evidencias de que en Grecia se castigaba la
caída de la estafeta con la muerte de todo el equipo, a menos que
éste, no obstante la caída del bastón, consiguiera ganar la
competencia. Así, desde el principio, la carrera de relevos fue
sentida como algo opuesto a los dioses, como un engaño al cosmos, tal
vez porque en todo relevo humano el hombre intuye la posibilidad de
eternizarse y equipararse a la divinidad.
Por eso mismo, entre todas las victorias deportivas, ésta era la más codiciada. Representaba una doble victoria, contra el orden divino y contra los adversarios. A los ganadores, tomando en cuenta el riesgo que corrían, se les investía de un rango sacerdotal y se les eximía de por vida de toda fatiga y penuria. El Estado los mantenía hasta el fin de sus días.
Si hoy ese riesgo nos puede parecer poca cosa, no olvidemos que en aquellos tiempos no había las pistas lisas de ahora ni se contaba con los sofisticados entrenamientos modernos: las competencias de velocidad se realizaban en terrenos accidentados y las reglas no estipulaban claramente qué era lícito y qué no lo era. Representaban una experiencia confusa y siempre dramática, llena de trucos y artimañas, donde las caídas eran frecuentísimas. ¿Quién de nosotros, en estas condiciones, aceptaría competir en una carrera de relevos, donde una mínima falta de coordinación en el momento de pasarse la estafeta podría significar la muerte, la de uno y de los propios compañeros?
Todavía hoy, ese antiguo dramatismo no se ha perdido. La caída de la estafeta es subrayada por las multitudes actuales con un grito de desmayo en el que no es difícil oír la exclamación que en otros tiempos debió de acompañar este percance trágico, el más trágico de todos los Juegos. Y en la forma tan especial con que el corredor que va a recibir la estafeta se adelanta a la llegada de su compañero y, corriendo con la mirada al frente, extiende su mano hacia atrás hasta sentir el contacto con el regalo secreto que el otro le confía, es posible advertir todavía el carácter subterráneo, mágico y oscuro que tenía esa prueba. Porque este gesto solapado es el gesto de un ladrón. Ninguno de los corredores mira la estafeta, simplemente la sienten en su mano y huyen con ella. Vemos cómo la tensión del corredor se libera de golpe una vez que tiene en su mano el trozo de madera. Para él, a partir de ese instante, sólo existe el frente, la velocidad pura, el vuelo hasta la meta o hasta el siguiente compañero que espera. Surge el animal libre y pleno, el hombre que ha robado el fuego a la divinidad y corre a transmitírselo a los otros, quemando en un soplo su porción de terreno para que los dioses, siempre un poco adormilados pero en extremo susceptibles, no se despierten y adviertan la treta de que han sido objeto.
Desde hace años, me atraen las historias trasolímpicas, los relatos
desaforados que involucran a los atletas en el punto culminante de la
gesta deportiva. Me refiero al marchista mexicano que después de
obtener el primer lugar en la agotadora prueba de los cincuenta
kilómetros, soportar la vergüenza de la descalificación por despegar
ambos pies del suelo, se las arregla para llegar en la madrugada a la
habitación de la volibolista brasileña y llorarle por un beso. Pienso
en el pesista ruso, en el acto inhumano del levantamiento de más de
trescientos kilos, en dos etapaz, capaz de convertir esa barbaridad de
fuerza en la forma suave de la ternura durante la sobrecama donde se
le descubrió con un gimnasta japonés la noche de la clausura de los
juegos. La esgrimista rumana herida por el dardo del amor a primera
vista apenas vio correr los diez mil metros a la pantera etiope, es lo
más común en estos juegos. El grito casi animal de la lanzadora de
bala nacida en Iowa hace diecinueve veranos, resuena como un eco el
algún rincón de la Villa Olímpica cuando ha intimado con la discreta,
levítica clavadista china que logró el oro para su país con un clavado
perfecto de altísima dificultad. El recio boxeador cubano pide asilo
político al gobierno norteamericano, después de propinarle una golpiza
salvaje al bisoño fajador polaco. Las volibolistas brasileñas
organizan un pajama party la noche anterior al juego crucial en
que disputarán la medalla de oro; al día siguiente, apabullan en tres
sets a sus homólogas de Estados Unidos, pero son descalificadas: una
de ellas no pasó la prueba antidoping, serias sospechas indican que
introdujeron a su cuarto bebidas alcohólicas, estupefacientes y
corredores negros. Un guepardo de la pista de los cien metros,
conocido sinónimo de la velocidad, cae como fulminado por un rayo en
el metro cincuenta, su cara es el rostro mismo de la derrota, nadie
duda que asistió a la fiesta de las brasileñas.
Como quiera que sea, el triunfo y el fracaso son necesarísimos para este material, que la prensa especializada debería publicar destacadamente cada cuatro años, con éxito seguro de ventas. Pero no es fácil disponer de esta información, muchas veces habría que recurrir a la filtración de documentos del Señor de los Anillos, Antonio Samaranch, presidente del Comité Olímpico Internacional y, en general, a otras técnicas del periodismo moderno, como por ejemplo la simple y llana invención de los hechos.
A cambio de estas Trasolimpiadas que se asoman al abismo de las reputaciones en el patíbulo, millones de televidentes verán con una rara mezcla de estupor y resignación, si tal cosa existe, intercambios atléticos más ortodoxos, como por ejemplo el tráfico sútil de souvenirs. Este acto elemental y aburrido suele ser interpretado por los medios de comunicación como un notable avance intercultural, dando lugar a un sinnúmero de reportajes muy originales sobre la hermandad de los pueblos, sofisticada arma contra el insomnio sólo comparable a un torneo abierto de golf. Me refiero a los deportistas que saludarán a la cámara de televisión en una calle de Atlanta mientras compran objetos con la imagen oficial de la mascota de los juegos, en vez de adquirir en las tiendas cosas un tanto más universales, como unos pantalones y un buen par de zapatos. Los deportistas reales de las olimpiadas reales siempre se comportan como mexicanos: son hospitalarios aun fuera de su país, por las noches la saudade convierte su corazón en un terreno baldío, dan la impresión de que no les interesa ganar ninguna competencia, están seguros de que la amabilidad abre todas las puertas y les encantan los convivios; de hecho, si llevaran un anafre, aceite y algo de masa, estos deportistas echarían gorditas todas las noches en su cuarto para demostrar que la geopolítica es cosa del pasado. Supongo que esta mexicanización de los juegos no es nueva; por eso siempre espero con ansiedad el día de la Clausura, especie de 16 de septiembre de los Juegos Olímpicos. Noche libre en que el espíritu absoluto hegeliano, es decir, la historia, transcurre en un solo acto definitivo: como el ruido de cascos de los caballos de Napoleón entrando a Jena, los atletas dan saltos inexplicables de felicidad en el pasto del estadio, se abrazan unos a otros con lágrimas en los ojos, mientras el tablero electrónico reproduce la palabra ``¡Adiós!'' en todos los idiomas conocidos. ``¡Nos vemos en Sidney 2000!'' Más tarde, esa misma noche, es dable suponer que los atletas derrotarán a Babel y cantarán en animados círculos el Himno de la Globalización: ``Bésame mucho'', de nuestra inmortal Consuelito Velázquez. Y a todo esto, ¿cuándo es la clausura?