La Jornada Semanal, 14 de julio de 1996
Uno de los poetas más notables de la Inglaterra del siglo XX, Philip
Larkin (Yorkshire, 1922-Hull, 1985), fue hijo de una pareja
aparentemente convencional, en el sentido más inglés de la palabra,
pero bastante conspicua en cuanto a la mezcla de características que
plasmaría en su único varón: una inteligencia poco común y un amor
perpetuamente contenido. Según nos cuenta Andrew Motion en su
espléndida biografía, Philip Larkin: A Writer's Life (Farrar,
Straus, Giroux, Nueva York, 1993), Larkin sólo tuvo una hermana, diez
años mayor, cuya venida al mundo, al igual que la suya propia,
obedeció más a una decisión paterna y a una aparentemente simple
ejecución materna de aquellos "planes", que a deseos. La normalidad e
incluso cierta tipicidad inglesa rigieron su infancia, de la cual
brincó a Oxford, recluyéndose después en Hull como bibliotecario
supremo de la Universidad a partir de 1955 y hasta el final de su
vida. Conocido como "el ermitaño de Hull", se dedicó siempre a la
literatura. Sabía de este único compromiso existencial desde la
adolescencia. Sus primeros libros, The North Ship e In the Grip of
Light, se abrieron camino a la publicación sin mayor
problema. Larkin, para entonces, se había convertido en un joven a
todas luces burlón, irónico, que siempre optó por estas vías para
proyectar su crítica inteligencia. Su ídolo, y el de la generación de
los llamados Angry Young Men (Wain, Braine, Osborne, Sillitoe,
Amis) a la que pertenecía, era D.H. Lawrence, con quien Larkin sentía
una peculiar identificación en cuanto a la necesidad de un cambio en
la visión del mundo, en las costumbres sexuales, en la definición y
distinción entre religión y religiosidad. Se sentía atraído, sobre
todo, por la imagen del artista, tanto poeta como novelista, ya que él
mismo deseaba dedicarse a ambos géneros, no ocultando cierta
predilección por la prosa (se imaginaba a sí mismo como un novelista
retirado en la Costa Azul, a la Robert Graves...). Sus dos novelas,
Jill y A Girl in Winter, se publicaron más o menos
rápido, el mismo año; claro está que él no opinaba lo mismo,
proclamando a diestra y siniestra su necesidad de "éxito tangible",
destinado como estaba, según su criterio, para la fama inmediata. Al
respecto, le escribió a Pringle, su editor en la casa Faber: "La
escritura de novelas siempre ha sido mi ambición última y, si se me
permite decirlo sin pomposidad, casi no hay un día en que no caiga en
la cuenta de hasta qué grado es éste mi primordial placer, tarea y
-casi- deuda."
Sin embargo, fue el rechazo de su siguiente poemario, The Less Deceived, lo que lo hizo instalarse, de ahí en adelante, en la poesía. ¿Acaso su orgullo lo impulsó y fue éste quien habló cuando el hombre dijo: "Yo no elegí a la poesía; ella me eligió a mí"? Da igual. Lo cierto es que tampoco abandonó la prosa del todo. Aparte de los magníficos ensayos literarios y en torno al jazz, las reseñas y su extenso diario -aún inédito-, se las ingenió para escribir "romances lésbicos" bajo el seudónimo de Brunette Coleman, ímpetu que no duró mucho pero que le ofreció una válvula perfecta para ironizar y satirizar a las mujeres. A nadie sorprende la fama de misógino irremediable de semejante solterón que, si bien tuvo sus amores, nunca se comprometió más que consigo mismo. Justamente por esto último, pienso que no era tanto un misógino como un misántropo incurable, en permanente tensión con el mundo: todo lo criticaba, pero desde su infantil tartamudez nunca superada y el tremendo aislamiento/soledad de su biblioteca; jugaba el papel de "recluso" como una cierta pose intrigante, al tiempo que profesaba al lector de esa obra solitaria una franca indiferencia; tenía una evidente relación iracunda y ambivalente con el mundo exterior; se sentía, alternadamente, un genio y un cretino. Muchos de sus críticos lo juzgan humilde y de gustos sencillos; yo creo, en cambio, que la humildad fue su secreta aspiración, si acaso; pero un orgullo y un egoísmo como los de Larkin no cultivaban precisamente estos terrenos. Era, sí, un hombre modesto, tomando en consideración su deslumbrante inteligencia y su gran cultura; un artífice formidable que, poco a poco, fue apartándose de las excelencias estilísticas, tonales y formales como valores supremos, para integrar a su poesía cambios que sólo ahora comenzamos a valorar.
Conocemos la totalidad de su producción poética desde hace relativamente poco. Anthony Thwaite publicó los Collected Poems (Farrar, Straus, Giroux, Nueva York) en 1988, acompañados de un comentario crítico selectivo, barnizado de una indudable lealtad amistosa. El volumen nos presenta la obra de Larkin a partir de los comienzos de su solidez y hasta la cima; y, como por añadidura investigativa -que no por la búsqueda misma del Reino-, nos ofrece, al mero final, los poemas juveniles, aclarando que habría sido una "equivocación" editarlos cronológicamente. Aquí me permito discrepar. La compilación cronológica, en este caso particular, arrojaría luz sobre la verdad de un poeta cuyo tema más difundido y por el que se le conoce mejor (la cadena fracaso-frustración-muerte) se sopesaría de otra manera cuando, gracias a una lectura de este tipo, se lograra observar que no sólo es el poeta de la mortalidad (y no de la muerte) sino el bardo absolutamente intrigado y fascinado por el amor y la vida en pareja. Bajo este ordenamiento, además, se vuelve evidente el paso por Yeats, Hardy, Auden, etcétera, hasta llegar, al fin, a Larkin -el Larkin que, al aproximarse al fondo y al tan temido ocaso físico, deseaba que Yeats hubiera estado en lo cierto, es decir, que la unión con el infinito fuera posible:
En lo alto: un cristal que abarca el sol,
Y más allá, el profundísimo aire azul, que nada
Muestra y no está en ninguna parte y es interminable.
Proyecta una sombra. La paja flota en el polvo blanco
Y un vagón de cola permanece en pie. Estiradas
Bajo el sol, doce piernas en overol están de ociosas,
Manos oscuras y cabezas atajándose el sol y trabajando.
Una frunce el ceño sobre la guitarra: desafinadas,
Las notas van vagando en el calor
Como un insecto chirriando entre la mugre,
Sin el menor cansancio al mediodía. Un acorde se reúne
Y rebosa, y una voz sureña se aferra a una nota
Satisfactoriamente insatisfecha.
Rumbo a ciudades de acero, no llevan a nadie
De por aquí. A la vista de todo mundo
Ni siquiera aquel vagón intenta ir a ningún lado.
Confecciono cuidadosamente un cigarrillo, y busco
Lumbre en la estufa. Con el pulmón lleno de humo
Me reúno contigo en la ventana sin cortinas;
Nos reclinamos en el marco, mirando la plaza
Allá abajo. Un hombre pasa caminando
Entre los despojos del naufragio. Y nosotros,
Con la mirada fija en el anochecer,
Compartimos un cigarro.
Bosteza y apila las barajas. El montón no es muy grande,
Y repartir una y otra vez de aquí a que amanezca no garantiza
Las mejores manos. Además, la oscuridad ya no deja ver.
Entonces, patea la estufa y se lleva a las piernas la guitarra,
Toca esta nota, aquélla.
De pronto me veo cargado de un lenguaje de seis cuerdas,
De pronto me doy cuenta de que no pueden expresar
Más que armonía, y no logran moverse
Sin un feliz erizamiento de aire
Que edifica en esta habitación otra distinta;
Y la habitual contención del dolor aprieta,
Porque juntos o en soledad no podemos
Delinear aquella habitación; y eso porque
No es una habitación ni un mundo, sino sólo
Una figura girando en el aire erizado,
Y, por lo tanto, carente de verdad.
Vacía una vez más, como el hambre después de una comida.
Me ofreces el cigarro y te digo Quédatelo,
Pues me gusta ver el resplandor ir y venir
Sobre tu rostro. ¡Qué pobreza habita nuestras manos
Cuando sinceramente nos miramos a los ojos! Y de nuevo la guitarra
Me esparce por la tarde como una nube a la deriva,
Oscureciendo todo, incapaz de hacer llover.
La casa con techo de lámina junto a la vía del tren
Aunque los rieles arden
Al fondo del cuarto, nuestro amigo
Estoy temblando:
Entonces, miro aquella plaza,
Traducción de Pura López Colomé