La Jornada Semanal, 14 de julio de 1996


Nado sincronizado

Ricardo Cayuela Gally

Ricardo Cayuela Gally (México, 1969) es jefe de redacción de La Jornada Semanal. En este texto, se zambulle en las procelosas aguas del nado sincronizado (modalidad solo) en busca de perlas japonesas



Tía Alberca ya tenía la valentía de los clavados, la velocidad de las pruebas de natación y, con el waterpolo, la fuerza y solidaridad de las competencias colectivas. Pero le faltaba la gracia, el donaire, el garbo, el arte de sor Gimnasia, que no hay que confundir nunca con la reumática de su falsa gemela sor Magnesia. De este presupuesto, del todo correcto, se llegó al horror que los demagogos con micrófono llaman "ballet acuático", los espectadores conocen como "el gran bostezo", y que lleva por nombre oficial el de "Nado sincronizado". Y Piere de Coubartin se revuelve en su húmeda tumba.

Inspirado en las más cursis coreografías acuáticas del peor Hollywood de la posguerra, el nado sincronizado es prueba oficial desde Seúl, en 1988. En su modalidad de solo, lo primero que podemos anotar es que los anunciantes y patrocinadores todavía no pueden creer que parte de su dinero -porque quizá eso sea el olimpismo: una gran excusa para tomar Coca-cola durante quince días sin parar- se haya gastado en filmar a una señorita que, con la nariz restirada por los tapones y un colorete en la cara digno de otros espacios menos sacros, hace aspavientos con manos, pies y cabeza. La cámara, como en el nouveau roman francés, se sitúa al nivel del público, ajeno al mundo omnisciente de la balzaciana televisión moderna: así, sólo registra lo que sobresale de la superficie: ahora, una mano tendida; ahora, tres dedos en forma de cucharita; ahora, dos manos que se agitan y parecen despedirse de una distante pantorilla; ahora, un tobillo aquilíneo, etcétera.

La primera vez que vi el nado sincronizado en la modalidad de solo, en los ya mencionados Juegos, pensé que se trataba de una espontánea que como en el toreo saltaba a la plaza e, incapaz de competir con nadie, jugaba en el agua a hacer verónicas, manoletas y chicuelinas mientras un inesperado público taurino-coreano-coreaba: olé, olé, olé. Desde luego que el "efecto burladero" duró poco. Luego pensé que la pobre se estaba ahogando adrede. Si en un segundo más no entra el equipo de paramédicos es porque se trata de un milenario y críptico ritual de Corea con el que debemos ser respetuosos... y no cambiarle de canal. Después de minutoseternos de rutina con música de Ravelozki, en realidad estaba ya deseando que se fuera al Tlalocan, el paraíso de los muertos en honor de Tlaloc, el dios del verano.

Nado sincronizado, modalidad solo. La pregunta es inevitable ¿Y con quién la sincronía? Si por lo menos la chiquilla intentara contar una historia a lo Marcel Marceau, el público gritaría entusiasmado: "un elefante blanco comiendo cacahuates", o "un incendio en el Empire State", o "el baile del venado", o "El último tango en París, (versión todo público)", o "un ratón loco haciendo carrusel". En esta modalidad, ganaría la que consiguiese que un mayor número de jueces adivinase el contenido del sketch. De esta forma, el juego "dígalo con mímica" adquiriría la jerarquía olímpica que siempre ha merecido. De aceptarse esta propuesta, el Comité Organizador tendría que vigilar especialmente a la delegación mexicana, sin afán de calumniar, y sus previsibles filtraciones al jurado con enigmáticas frases del tipo: "ningún jarabe es tan efectivo en nuestro páis como el que se elabora en Guadalajara, la perla tapatía".

Del reglamento de competencia actual, un intricado marasmo de prohibiciones, advertencias y disposiciones, destaco que la mayoría de los 12 movimientos obligatorios que se exigen durante las rutinas, casi ninguno ha adquirido el rango de metáfora: así, existe uno llamado "de pierna elevada" y otro, por lo visto, aún más difícil, nombrado "de doble pierna elevada". Propongo, para el primero "El helicóptero", en velado homenaje a Marinetti. Para los demás, sugiero una convocatoria abierta entre poetas satíricos.

Una ley aún vigente pide que los trajes de baño "eviten, en lo posible, ser transparentes". Si bien ese "en lo posible" permite toda clase de interpretaciones, a cual más perversas, y crea lo que los abogados llaman un "vacío jurídico" (al que los italianos han respondido con trajes de baño de papel celofán), yo creo que habría que abolir, cancelar, abrogar, derogar la púdica y mojigata ley de marras. Con esta sencilla medida, el rating del nado sincronizado alcanzaría un insospechado y onanístico primer lugar.

Pero, ¿hay algo que sí te guste, Señor Negatividad? Sí, me gusta verlas respirar con angustia abriendo a todo pulmón la boca antes de tener que zambullirse de nueva cuenta en el agua por cuarenta segundo, sin posibilidad alguna de tener la recompensa de una perla, como en el mar de Java del niño Salgari que todos fuimos. ¿O alguien puede hacerse un collar con sólo una medalla?




Mi Olimpiada inolvidable

Waldo Laydecker



Cada cuatro años me enfrento a ese fenómeno extraño. Que amigos y familiares, contagiados por una especie de fiebre olímpica, se la pasen horas sentados frente al televisor, viendo cuanta competencia se transmite. Si bien soy ajeno por completo al deporte, entiendo que la gente se apasione con los playoffs, el Superbowl o el Mundial de futbol. ¿Pero durante la Olimpiada? He visto a familiares emocionados ante una exhibición de nado sincronizado o una eliminatoria de hockey sobre pasto, sin tener la más remota idea de cuál es el reglamento, o de quién va ganando y por qué. Incluso las ceremonias de apertura y clausura me parecen de una güeva supina, pues siempre involucran una demostración de folclor del país anfitrión (para mayor agravio, a cargo de una multitud de niños), un vuelo de miles de palomas cagonas y un discurso hipócrita sobre la paz y la concordia entre los pueblos, hermanados por la competencia deportiva.

Comprendo el interés en los países donde se suelen cosechar hartas medallas. Un gringo, digamos, que se pegue al televisor durante la Olimpiada, tendrá amplias oportunidades de sentirse patriotero y ponerse de pie cuando toquen el Star Spangled Banner. Pero aquí, donde está históricamente comprobada nuestra alergia al triunfo, es sólo una ocasión más para expresar nuestro sarcasmo pesimista. "Claro", diremos con sorna, cada vez que revisemos el cuadro diario de medallas, "hasta Luxemburgo, que es del tamaño de Tlaxcala, ha ganado una de oro, y nosotros ninguna". Por lo general, las únicas esperanzas se centran en dos categorías: boxeo y caminata, dos deportes que no requieren de mucha infraestructura y, por lo tanto, están dentro de nuestras posibilidades tercermundistas.

Dicho esto, debo confesar que sí he participado -no competido, desde luego- en una Olimpiada. Esto fue en el '68. Por circunstancias que nunca me han sido aclaradas, fui reclutado en un grupo de adolescentes bien de apellidos compuestos, o de procedencia extranjera (tal vez lo segundo determinó mi participación). Se nos llamaba "grumetes", y se suponía íbamos a servir de ayudantes (gatos suena muy feo) a los competidores en las regatas, a celebrarse en Acapulco. Chilangos todos, nadie tenía mayor experiencia en el asunto que remar en una lancha, en el lago de Chapultepec.

Por eso, cada miércoles teníamos que acudir a las instalaciones de lo que se llamaba el CDOM (Comité Deportivo Olímpico Mexicano) para recibir adiestramiento. Personas muy serias -una cruza entre jefes scouts y maestros de primaria- nos enseñaban nomenclatura náutica, a identificar los tipos de veleros (eran cinco, creo), atar nudos, izar velas... mientras la bola de juniors en potencia aprovechaba para echar el desmadre más sordo posible. Hoy, muchos de mis ex compañeros deben contarse entre los oligarcas que controlan el país; pero hace 28 años eran como la versión adolescente de Los doce del patíbulo.

En consecuencia, para cuando llegamos a Acapulco todo mundo tenía un concepto más bien vago de sus obligaciones. Menos mal que los competidores eran personas sensatas y, por lo general, no confiaban en que unos muchachos desganados -y mexicanos además- tocaran sus preciados veleros. A mí me correspondieron unos rufianes ingleses de Hong Kong que sólo me dejaban regar las velas con una manguera. Y eso que no eran en especial disciplinados. Al terminar la competencia, iban diario a empedarse al bar del Club de Yates.

Dado nuestro ocio, los organizadores decidieron llevarnos un día a ver las regatas. Subidos a un yate, veíamos pasar los veleros con creciente desinterés. Si en una pista de carreras es difícil saber quién va ganando, en altamar no teníamos idea. Al cabo de un par de horas, lo único que nos preocupaba era tocar tierra firme. Estar varados en un mar picado tuvo el resultado previsible. Acabamos contribuyendo a la contaminación de la bahía de Acapulco con varios litros de vómito.

De esa experiencia derivé dos lecciones. Una, que todos los atletas, hasta los veleristas, son asediados por groupies impresionistas (en plena edad de la punzada, la visión de multitudes de guapas en bikini, listas para recibir a los héroes del día, me creó expectativas imposibles sobre la vida sexual adulta). Y dos, que hasta la fecha puedo hacer un par de nudos marineros, muy útiles a la hora de colgar piñatas, o cosas así.