Ireneo Paz Flores evocaba al terruño, su natal Jalisco. Durante su larga residencia en la ciudad de México había alcanzado sus más grandes propósitos; era director de un periódico importante: La Patria, y había alcanzado el honor muy merecido de ser llamado maestro de generaciones de periodistas; por lo pronto fungía como presidente de la Prensa Asociada. En 1910 vivía en la planta alta de un edificio de la calle del Relox (hoy República de Argentina) donde tenía instalada la imprenta de su periódico. Guardaba, eso sí, una prudente distancia con el poder, preveía la próxima caída y el desmoronamiento total del régimen porfirista. El dictador le había condenado a pasar una temporada en la cárcel de Belén. El periodista disidente no se arredró y seguía reseñando el explosivo malestar de las capas populares en contra del régimen unipersonal de Porfirio Díaz y su política diseñada por el grupo de tecnócratas llamado ``científicos''.
Después de tomar el desayuno, volvía a su recámara a concluir su aseo. Se vestía con toda la calma necesaria, sin olvidar los menores detalles, y bajaba a su despacho. Aquel despacho era confortable; una pieza muy baja y poco ancha, con una ventana que daba hacia la calle, tapizada la pared con estantes lujosos, chaparros, con bustos de grandes viajeros u hombres de ciencia cincelados en bronce. Los estantes de los libreros estaban repletos de libros distribuídos por los colores de las pastas, con especial cuidado diseñadas para las materias que formaban el universo de sus lecturas o consultas. El hombre era ordenado y llevaba un meticuloso registro de sus actividades en su agenda personal.
Tenía dos carruajes, un cupé que usaba en las mañanas para acudir a sus asuntos urgentes, y un landolét para pasear con la familia en sus días de descanso, generalmente los domingos.
Tenía gusto para vestir, nunca se le veía en el traje la más ligera mancha. Su chaleco, en cuyo bolsillo exterior izquierdo pendía sobresaliente su leontina de oro, que adivinaba el rico reloj de áncora de rubíes, sus zapatos de piel de Rusia diseñados especialmente para sus pies; completábase la marcial figura con una cabeza gris peinada con esmero y su faz de un risueño dejaba traslucir una leve sonrisa, los ojillos vivaces; siempre alerta, enérgico y cariñoso con empleados y visitantes.
Había procreado siete hijos: Cleotilde, muerta prematuramente durante su estadía en Colima, cuando era combatiente en contra de la intervención extranjera; Carlos, muerto joven; Arturo, dueño de un gran porvenir; Octavio Ireneo, abogado y periodista que le auxiliaba en la redacción del periódico.
De las mujeres sobresalía Amalia, de una belleza singular; Laura, bella y jovial, casó con un ingeniero militar, Gabriel Cruces; y Rosa, casada con el arquitecto Joaquín Haro y Cadena.
Los varones todos eran destacados. Carlos editó un libro en el que se consignaron algunos detalles interesantes sobre la familia; Arturo publicó Leyendas históricas romanas, producto de sus lecturas de clásicos griegos y latinos que abundaban en la biblioteca del padre, en la que además de tesoros documentales sobresalían las armas de esgrima. Arturo fue un consumado duelista, lo mismo que el padre, en quien pesó mucho el duelo sostenido con Santiago Sierra a quien mató en un lance por cuestiones electorales y de imprenta. Arturo publicó una novela costumbrista: Perjura.Octavio Ireneo fue el más destacado. Periodista y político agrarista que se enlistó en el ejército suriano como secretario de Emiliano Zapata.
Rosa, Amalia y Laura a menudo acompañaban a don Ireneo en sus viajes, como aquel que realizó en representación de la Prensa Asociada y a invitación del rico magnate ferroviario E.H. Talbot, en 1885.
Las hijas del periodista tuvieron oportunidad de ofrecer conciertos al piano y de tratar a diversos personajes, entre los que destacaba el general Ulises S. Grant.
Alumnas de Filomeno Mata, director del Diario del Hogar, dentro de este grupo familiar destacaba doña Rosa Solórzano, siempre pendiente de la educación de sus hijos. Ella fue fiel esposa de don Ireneo.
Octavio Paz, descendiente de esta progenie literaria, escribió respecto de su tía Amalia, en Pasado en claro:``Virgen somnílocua, una tíame enseñó a ver con los ojos cerrados,ver hacia dentro y a través del muro''.