Releo a Dickens. ¿Tiene alguna importancia? Creo que la tiene y, como Marx --toutes proportions gardes--, pienso que sus lectores, además de apasionarse con las maravillosas aventuras narradas, la prodigiosa caracterización de sus personajes, la exacta parodia que los dibuja, la perfecta organización de sus proliferantes argumentos, advierten de inmediato que gracias al autor de David Copperfield han captado, a medida que se avanza en la lectura, el sentido y las miserias del capitalismo y que, sin Dickens, la escritura del Capital no hubiera sido lo que fue, aunque tanto Dickens como Marx hayan sido tildados de personajes obsoletos en este supuesto fin de la historia que nos ha tocado padecer.
Preciso: leo fascinada la última novela completa que Dickens escribió, Our Mutual Friend (¿El amigo mutuo o el amigo común?), publicada en 19 entregas mensuales (1864-65), práctica en desuso en Inglaterra, según dice el propio novelista, hasta que este autor la resucitara en 1836 cuando empezó a publicar sus Papeles de Picwick, obra que lo volvió famoso. John Harmon, el amigo mutuo, quien identifica su propio cadáver al inicio de la novela, da origen a una intriga folletinesca donde se revuelven en aparente confusión personalidades ficticias, crímenes pasionales, escenas de amor y sentimentalismo --esas escenas con jovencitas a quienes el Dickens maduro de los últimos años amaba y sobre todo escuchar la charla intrascendente-- escenas de avaricia, de banalidad, escenas de los bajos fondos, y sobre todo una geografía londinense hoy casi desaparecida, la de una ciudad unida indisolublemente a un río, el Támesis (the Thames), quizá hoy apenas visible como atractivo turístico desde los majestuosos puentes que permiten atravesarlo y, casi al desgaire, mirarlo.
En El amigo mutuo se nos habla del poder universal del dinero y las transformaciones que efectúa en la sociedad al condicionar las relaciones humanas y producir un nuevo concepto de naturaleza, una naturaleza cuyas leyes sólo las rige el dinero. Las diferencias de clase están estrechamente ligadas a ese poder: el acceso a la fortuna --por cualquier medio que se produzca, ya sea por una herencia o por especulaciones fraudulentas-- cancela las diferencias, permite la notoriedad política y social, licita cualquier tipo de enriquecimiento e instaura una ética de la corrupción y una nueva política amorosa. ¿No lo vemos así en el pacto financiero que se imponen los Lammles cuando en su luna de miel descubren que en ninguno de los dos coincide la apariencia con la realidad pecuniaria? ¿No lo vemos también en la confabulación que permite la entrada de Veneering, un nuevo rico, al Parlamento, gracias a las ``amistades'' que su buena mesa ha propiciado y alrededor de la cual los invitados se congregan para gozar de los beneficios de la riqueza y sobre todo para fraguar nuevos negocios y especular acerca del sentido de la sociedad, cuya definición sólo pueden darla ellos, a partir de lo que representa su valor en oro?
¿Acaso la importancia de Podsnap, ese personaje ridículo e infatuado consigo mismo, tiene otro origen que la cantidad de dinero que posee y el tipo de acciones que puede colocar en el mercado? El eco de sus voces resuena ahora, a pesar de los muchos años que han pasado, basta escuchar con atención las declaraciones de cualquiera de los múltiples Salinas que el destino y el tráfico de influencias nos han deparado.