Todo indica que sí habrá periodo extraordinario para aprobar la reforma electoral. En buena hora culminará así una larguísima historia de ambigedades, equivocaciones y malentendidos en un asunto que, por su propia naturaleza, requiere llaneza democrática, disposición constructiva y eso que ahora llaman con aires de suficiencia ``voluntad política''. No siempre estuvo presente en las fatigosas deliberaciones interpartidistas de los últimos meses. Los desacuerdos, a los que legítimamente cada formación tiene derecho, convirtieron los obstáculos naturales de toda negociación en barreras infranqueables; diversos asuntos de la conflictiva agenda nacional que poco tenían que ver directamente con el diseño de una nueva normatividad electoral se utilizaron como pretextos para ``posicionarse'' en el tablero político en desmedro de la propia reforma. Tiempos de incertidumbre, qué duda cabe.Así, aunque se apruebe pronto y casi al vapor, todavía se duda que ésta sea la reforma definitiva, que alguna vez sugirió el Presidente. Vaya, ni siquiera es seguro que obtenga el apoyo unánime de las formaciones políticas en el Congreso, como era de esperarse en un asunto de tanta significación. Es como si los partidos se hubieran puesto de acuerdo para restarle importancia a la reforma (impulsada por ellos) que, como quiera que se le vea, resume una buena parte de las (sus) aspiraciones democráticas de los últimos años.No será la última reforma, es cierto; no puede serlo. Es probable y casi inevitable que algunas cuestiones queden pendientes o insatisfactoriamente resueltas, pero es obvio que, en caso de aprobarse sin más dilación, de aquí en adelante la disputa política tendrá otras referencias, acaso más pertinentes, que las meras deficiencias de la ley. Se trata de un cambio importantísimo. La iniciativa, hasta donde se sabe, recoge planteamientos que en otras épocas se consideraban tabúes intocables, como es el caso de la elección directa del gobernante del Distrito Federal, la concesión del voto a los mexicanos residentes en el extranjero o la radial ``ciudadanización'' de los organismos electorales. En otras palabras, la reforma que está en puerta constituye un gran paso para remodelar las reglas de la competencia electoral, afianzando así la transición política democrática. Y eso no es poca cosa.No obstante, esta larga fase de coincidencias y desencuentros ha mostrado las debilidades de nuestras principales fuerzas políticas y, sobre todo, puso de manifiesto que no hay un acuerdo sustantivo sobre el punto de llegada. Cuando uno creía que los partidos ya estaban convencidos de la necesidad de avanzar por la vía de las reformas hasta completar la transición, descubrimos con sorpresa que los tiempos no eran tan apremiantes como se había dicho. Todos se tomaron generosos descansos y algunos, como el PAN, arguyeron que dicha reforma siendo importante tampoco era decisiva. En fin, cada uno puso de su parte para desinflar la buena nueva de contar con una normatividad democrática. Y es que sigue faltando aquello que define a una transición pactada de un accidentado proceso de espontáneo estira y afloja: el acuerdo sobre el marco político fundamental de la democracia; el compromiso explícito de todos y cada uno de los actores políticos con los nuevos principios que pasan a ser la razón de Estado del nuevo régimen. Falta, pues, ir más allá de la reforma electoral para debatir las condiciones de la transición política. La prueba de fuego la veremos muy pronto, en las elecciones generales de 1997 que, para todo fin práctico, serán el ensayo general de la competencia del 2000.