En Chihuahua, el 6 de julio de 1986, la Iglesia católica se atrevió a tocar una de las fibras más sensibles en que se ha apoyado tradicionalmente el sistema político mexicano: el fraude electoral. Aprovechó la coyunta para robustecer su presencia, sustentada en el discurso oficial de Miguel de la Madrid, en torno a la ``renovación moral'' de la sociedad, y en el desgaste político del aparato estatal, debido a la crisis económica de los ochenta pero sobre todo al desbordamiento ciudadano generado en el sismo del 85. El ``caso'' Chihuahua tiene como antecedente la notable politización del clero en favor del panismo pujante en la zona, cuya base social son clases medias. A través de movimientos carismáticos y de pastoral parroquial popular, el clero conformó un poderoso bloque antipriísta, que se canalizó a través de un PAN más pragmático con una forma empresarial de hacer política y reclutador de empresarios como candidatos. En marzo de 1986, en una sonada exhortación pastoral (``Coherencia Cristiana en la Política'') los obispos del norte anticipan el fraude electoral y plantean el desafío católico, sentenciando que la dimensión política de la fe no toleraría ninguna forma de fraude ni corrupción electoral. Al conocerse los resultados del 6 de julio, el propio arzobispo, Adalberto Almeida Merino, no tardó en descalificar la limpieza y resultados de la jornada electoral. Por si fuera poco, en su homilía dominical del día 13, anuncia que al domingo siguiente los templos permanecerían cerrados como protesta ``para quienes aún hoy permanecen con los ojos vendados o estén ciegos por su propia culpa''.
Los focos rojos y las alarmas resonaron en las entrañas de un gobierno agobiado; la jerarquía católica había penetrado una zona prohibida. El temible Manuel Bartlett Díaz, secretario de Gobernación, solicita la intervención del Vaticano a través del entonces delegado apostólico, Jerónimo Prigione, quien obtuvo una pronta medida disciplinaria, fundamentada en el derecho canónico, para que el arzobispo de Chihuahua se retractara. Entre los dos surge una larga y profunda amistad política. Sin embargo, el llamado a la prudencia del Vaticano no fue del todo bien recibido por los obispos, entre ellos el presidente de la Conferencia Episcopal (CEM), monseñor Sergio Obeso, quien en un documento se solidariza con el pueblo de Chihuahua, reconociendo y elogiando la valentía de su Iglesia local. El acatamiento fue también un movimiento táctico de la jerarquía, perfilándose para acumular fuerzas y cobrar cuentas, para revisar las condiciones jurídicas y constitucionales de la Iglesia, reclamo atesorado desde los años veinte.
La irrupción política de la Iglesia se vio favorecida por el declinamiento paulatino del actual sistema político; el ``caso'' Chihuahua marca una nueva etapa de negociación y de correlación política Iglesia-Estado, dos instituciones que, manteniendo intactos sus principios, habían desgastado su pacto de convivencia. La Iglesia, a través de la presión pública y social, perfectamente coordinada con la negociación privada, cupular y tradicional, obtendría triunfos que culminarían con ``el fin de la simulación''; se modificaría la Constitución y entablarían relaciones diplomáticas con el Vaticano. A diez años del caso Chihuahua, se extraen lecciones provechosas sobre la actuación política de la Iglesia. Una es que periodos de pérdida de confianza en instituciones del Estado, como el que vivimos, se abre un proceso de reacomodamiento de actores: aquéllos que tienen vitalidad, una estrategia clara y objetivos precisos, pueden reposicionarse en la geometría política del país. La jerarquía católica, durante décadas identificada con reaccionarismo petrificado, aprovechó la tolerancia y apertura de un Estado debilitado que solicitó apoyo para mantener, ganar tiempo y apuntarlar un sistema político que se fragilizaba. La Iglesia, en el marco de la concertación salinista, obtuvo un nuevo marco jurídico, un peso político propio y un nivel de interlocución frente al Estado y ante las fuerzas políticas.
A diez años de Chihuahua, quedan muchas interrogantes sobre la actuación política de una Iglesia, desembarazada del salinismo y de la presión interna que obligaba a los obispos a guardar disciplina férrea, basada en la estrategia de conjunto, muchas veces determinada por el Vaticano o la nunciatura. Después de Chihuahua, cuál es, en caso de que exista, el aporte de la Iglesia a la democracia en México? La Iglesia seguirá privilegiando los procesos electorales para obtener un mejor posicionamiento político? La jerarquía que reclama pluralidad política, seguirá emitiendo documentos ``orientadores'', induciendo al electorado por aquellas opciones políticas compatibles con sus propios principios? Y, reconociendo fuertes tendencias católicas en el PAN y panistas en la jerarquía, cuál será la relación PAN-Iglesia y qué tan cerca o lejos se encuentran? Afortunadamente los procesos electorales del 97 están muy próximos para ir disipando muchas preguntas, a propósito de Chihuahua, sobre la contribución política de la Iglesia católica que sin duda la marcará los años venideros.