Horacio Labastida
Dios, el IFE y el clientelismo

La reforma del Estado cada vez más lenta y menos debatida según los síntomas que se advierten, crispan los nervios de la opinión pública; porque se haga o no se haga dicha reforma, el porvenir del país está de por medio. El juego es relativamente sencillo si se tienen en cuenta las más recientes experiencias comiciales 1988, 1994 y otras en los estados y municipios; la gente está cierta de que el fraude oficial hizo de las suyas para llevar, sus candidatos, a los cargos altos o no muy altos y a los bajos, en la inteligencia de que tal fraude, en la versión concertacesional elevó al poder administrativo a miembros del PAN, quizá con la excepción de Fox en Guanajuato; lo que por otra parte acredita hasta la evidencia que mientras la limpieza no purgue las manchas electorales, la alternancia PRI-PAN no es una verdadera alternancia democrática.

No parece florecer la claridad entre los actores que hablan, dialogan, afirman o niegan en el escenario de la reforma del Estado; al contrario, la confusión en los conceptos suele convertir la información que se tiene en un insípido pastel de muchas leches. Una reforma sustancial del Estado, o sea de la soberanía autorregulada moral y jurídicamente del pueblo, exigiría las funciones de un congreso constituyente, único órgano capaz de formar un nuevo Estado por ser el depositario directo de la voluntad colectiva, gozar del consenso de ésta en el cumplimiento de sus objetivos y ubicarse en un tiempo preconstitucional por su calidad de autor de la nueva organización política que se le ha encomendado; pero como fuera del EZLN y Cuauhtémoc Cárdenas nadie habla en concreto de dotar al país de una nueva carta magna, es de suponerse que la tal reforma está limitada a los alcances del vigente artículo 135 constitucional, es decir, a aspectos no sustanciales y sí meramente accidentales.

En ese marco lo único que queda es la cuestión electoral, muy sobada por cierto desde el inicio de nuestra vida independiente. No sólo en 1824 se adoptó la idea de la democracia representativa, sino aún antes, al resolverse asuntos electivos en la Asamblea de Chilpancingo (1813), y esta idea trascendió hasta el presente con la excepción de los momentos monárquicos o los caprichos tiránicos que nos han ofendido. Cabe advertir que las técnicas del dedazo practicadas por Santa Anna, Díaz y en nuestro tiempo iniciadas por Carranza y su candidato Ignacio Bonillas e ininterrumpidas hasta ahora, buscan encubrirse en comicios ficticios para dar una apariencia de legitimidad al sistema representativo. Sin embargo, con el fin de absolvernos de esos pecados en un acto político de contrición, vale preguntar por aquéllos que, dada su gravedad capital, han mantenido en posesión de Satanás y sus mañas el régimen electoral mexicano.

El primer pecado capital es la intervención del gobierno en el acto comicial; desde que se guarda memoria esta intervención es principalísima fuente del fraude, por cuanto que los artificios aseguran el triunfo de sus parciales para mantenerse en el poder. En consecuencia, condición sine qua non de la democracia electoral es la exclusión total, sin resquicio alguno, del gobierno en el IFE, puesto que su presencia es altamente nociva, de acuerdo con la experiencia histórica mexicana. El segundo pecado capital es la inequidad en que se encuentran los contendientes para ganar el voto ciuadano, y precisamente en esta inequidad es donde se cultivan las semillas del clientelismo, cuya operación es muy precisa: la compra del sufragio con dinero, favores y esperanzas, o por el uso en cascada de las trampas subliminales que se infiltran en los medios de comunicación masiva; así el ciudadano es cosificado y puesto en el mercado a disposición del competidor más opulento. Este pecado es a tal grado sutil que burlaría la presencia milagrosa de Dios mismo en la dirección del IFE en el caso de lograrse de esta manera la eliminación del primer pecado la presencia del gobierno, condición esa en la que no habría dudas en torno a la pureza de la boleta depositada por el ciudadano en las urnas al no percibirse las trampas de la buena fe cocinadas en los patios de atrás con el objeto de inducir el ánimo del votante traicionado por ambiciones inmediatas. No se olvide. Sin equidad florece el clientelismo y con el clientelismo, el fraude que ni Dios podría impedir.

Epítome. Si no hay reforma del Estado al menos haya elecciones limpias, y al efecto escuche el gobierno el viejo principio romano: nemo esse judex in sua causa potest.