En 1964 Charlie Watts, el Stone menos stone de todos, escribió y dibujó un libro para niños de título High Flyng Bird. La columna argumental de esta historia es la vida y obra del jazzista Charlie Parker. A partir de entonces, Mr. Watts llena sus interminables ratos libres con dibujos y dibujos que al cabo de los años han formado un ``libro de nada'' (según sus propias palabras), de dimensiones considerables. Mientras el resto de los Rolling Stones dedican el recreo de sus giras a la edificante tarea de buscar todo aquello que respire y pueda proporcionarles placer, Charlie el baterista, encerrado en su habitación del hotel, completa su diario de viaje con puros dibujitos. La personalidad pacífica, monógama y moderada de Watts, ha sido considerada siempre como el extremo más saludable del rock, y además ha sido reforzada por sus escandalosas declaraciones, como aquella en donde aseguraba que no se sentía parte del mundo del rock y que alguna vez, para complacer a sus fans, había tratado de integrarse al ritmo matador de sus compañeros. Su intentona de integración consistió en dejarse crecer la barba; días más tarde confesó que el esfuerzo lo había dejado agotado.
Gary Gilmour, que hasta donde sabemos no tiene relación alguna con David Gilmour el guitarrista de Pink Floyd, es el protagonista de la novela La canción del verdugo, del escritor gringo Norman Mailer. La historia de esta novela está basada en un hecho real, un poco a la manera de A sangre fría de Truman Capote. Gary Gilmour sale libre luego de haber invertido más de la mitad de su vida en la cárcel; el proceso de adaptarse al mundo de afuera resulta más complicado de lo que esperaba, la estructura social del pequeño poblado de Utah que lo recibe está llena de códigos que Gary, sin más cultura que la carcelaria, no comprende. Nuestro héroe trágico recae antes de la mitad de la novela, mete al despachador de una gasolinera al baño y sin más le pega un tiro en la cabeza, a cambio de unos cuantos dólares. La mancha de sangre crece encima del mosaico blanco. Gilmour regresa a la prisión condenado a la pena capital. A partir de entonces, la novela de Mailer se convierte en un forcejeo entre los dos vectores argumentales, que fueron fabricados por la historia para ser elevados al terreno de la ficción: la sociedad civil batalla para que Gilmour sea perdonado, mientras el condenado a muerte, exige que se le aplique el castigo que merece. En lo que la novela alcanza el final, Gilmour sostiene con su novia Nicole, un apasionado y conmovedor romance, de corte epistolar y terminal. Uno de los caprichos del condenado, que a la altura de la página 300 se ha convertido en una celebridad, consiste en sostener una conversación telefónica con su ídolo el cantante Johnny Cash. Entre las estrellas preocupadas por la condena de Gilmour, se encontraban el legendario quarterback de los vaqueros de Dallas, Roger Staubach y otro personaje del deporte que entonces, en 1976, no se imaginaba que acabaría estelarizando un juicio más famoso que el de Gilmour; este personaje tenía (y sigue teniendo) el nombre de O.J. Simpson. El siguiente dato ha sido ampliamente difundido, sin embargo vamos a escribirlo por el simple placer de denunciar, por enésima vez, el apodo más disparatado de la historia: O.J. son las iniciales de Orange Juice, que quiere decir (en serio) Jugo de Naranja. La canción del verdugo, que en la edición de Anagrama cuenta con una lamentable traducción al español, es uno de los extremos de ese flujo del arte pop estadunidense que ha puesto el asesinato serial (y brutal) en dimensiones estéticas. La personalidad de Gary Gilmour, afinada por la pluma del maestro Mailer, ayuda a comprender los motivos de instituciones tan dispares como Oliver Stone, Nine Inch Nails, David Lynch o Ministry.
Pero las declaraciones del baterista Charlie Watts no eran totalmente ciertas. Resulta que su intentona por integrarse al mundo excesivo del rock, fue más allá del esfuerzo descomunal de dejarse crecer la barba. Hace un año, Mick Jagger dejó escapar el chisme, encima de las páginas de la revista Rolling Stone, de que el baterista había tenido su época junkie. Según las propias declaraciones de Charlie Watts, consignadas meses más tarde en la misma revista, pasó dos años metido en el imperio de esa diosa blanca, que era la auténtica heroína de su vida. ¿Y cómo lo dejaste?, le preguntó el periodista. Charlie Watts reveló los dos factores, que fueron en realidad dos hirientes comentarios, que lo regresaron a su vida pácifica, moderada, monógama y (¿por qué no?) monótona. El primero salió de la experimentadísima boca de su colega Keith Richards; el baterista llegaba mareadito y fuera de ritmo al estudio de grabación cuando sintió que el obús verbal del guitarrista rebajaba sus pocos gramos de canalla: ``así se pone uno cuando se acerca a los sesenta (años)''. El segundo comentario fue obra de su hija; una mañana de neblina intensa, la niña soltó en medio del desayuno familiar una sentencia que tenía el aspecto y el potencial de una granada sin espoleta: ``Papá, te pareces a Drácula''.